A finales del siglo XIX
el término crisol empieza a ser utilizado por escritores e historiadores para
referirse a la fabulosa mezcla de razas y culturas que se dio en el territorio
americano. Surge justamente para responder a la pregunta de la identidad de
este nuevo hombre que había sido forjado con tan disparatada y variada aleación
de metales: el americano. Así surge una magnífica metáfora, la del crisol de
razas o melting pot, que resultó ser
tan acertada y precisa, que hasta hoy en día se emplea para definir al fenómeno
de la identidad americana que no es ni europea ni nativa, sino una hermosa
amalgama de etnias, culturas,
nacionalidades fungidas en algo absolutamente nuevo.
Pero el término exacto
“The Melting Pot” se emplea por primera vez en una obra de teatro del mismo
nombre escrita por el dramaturgo Israel Zangwill y estrenada en Washington DC
en 1908, en la cual el protagonista inmigrante declara:
“Entiendan que América es
el Crisol de Dios, la gran olla de fundición donde todas las razas de Europa se
están derritiendo y re-formando! Aquí están ustedes, buenos hombres, piensen
Yo, cuando los vean en Ellis Island, allí están en sus 50 grupos, con sus 50
lenguas e historias y sus 50 odios de sangre y rivalidades. Pero no estarán así
por mucho tiempo hermanos, porque estos son los fuegos de Dios, a los cuales
han venido a parar… Alemanes, franceses, irlandeses, ingleses, judíos y rusos,
¡al crisol todos! Dios está creando al americano.”
Si señores, Dios estaba
divirtiéndose creando al americano. En un crisol gigante y tan vasto como este
nuevo territorio, europeos, indígenas, orientales, africanos, cristianos y
paganos, estaban derritiéndose e integrándose en un nuevo hombre, con una
identidad absolutamente nueva, que contenía todas esas identidades, pero que no
podía ser encasillado como ninguna de ellas. Primero como fruto de la
colonización y luego de la inmigración, el americano ha estado durante siglos
reintegrándose, reformándose y regenerándose y por supuesto también
reinventándose.
Y como estos nuevos
hombres y mujeres americanos seguían constantemente asimilando nuevas culturas,
en sus ollas también hacían a su vez de dioses frente al fogón, no aleando
metales sino integrando sabores. Porque convengamos que la cocina americana es
la mejor expresión de este crisol de razas. En nuestras ollas se crearon
fabulosos caldos de cocción lenta, en la cual los más diversos y exóticos
ingredientes se derretían, permeando sus sabores en el jugo, integrándose tan
perfectamente que resultaba imposible discernir donde terminaba un ingrediente
europeo y donde empezaba uno nativo. ¿No es acaso la cocina una forma de
alquimia? Una forma de creación donde los ingredientes transforman su materia,
pasando de solido a líquido y a gaseoso, donde de distintos elementos se crea
uno absolutamente nuevo y original. En cada plato convive el conquistador y el
conquistado en una armonía que se sobrepone a toda animosidad cultural.
Nuestros platos, al igual
que el hombre americano, tienen raíces europeas, nativas, esclavas, cautivas,
libres y emigradas, celebran pascuas y rituales ancestrales, tienen recuerdos y
añoranzas de viejas tierras, pero también representan nuevos territorios. Nuestros sabores se
someten al paladar, lo revolucionan y lo conquistan.
De una sociedad inicial
absolutamente heterogénea, poseedoras de cosmogonías incomprensibles para el
otro, tan imposibles de homologar y de concebir unida y convertida en una sola,
contra todo pronóstico se integran y surge una sociedad más homogénea, en la
cual sus diferencias convergen en la creación de una nueva identidad.
La gastronomía americana
es el fruto de un recetario variopinto creado por exóticos alquimistas culinarios de
ascendencia multiétnica que idearon platos de una autentica cocina fusión mucho
antes de que se empleara este término en la gastronomía. ¡Nuevos platos, para
un nuevo hombre en un nuevo mundo!
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