lunes, 25 de mayo de 2015

CRISOL DE RAZAS


A finales del siglo XIX el término crisol empieza a ser utilizado por escritores e historiadores para referirse a la fabulosa mezcla de razas y culturas que se dio en el territorio americano. Surge justamente para responder a la pregunta de la identidad de este nuevo hombre que había sido forjado con tan disparatada y variada aleación de metales: el americano. Así surge una magnífica metáfora, la del crisol de razas o melting pot, que resultó ser tan acertada y precisa, que hasta hoy en día se emplea para definir al fenómeno de la identidad americana que no es ni europea ni nativa, sino una hermosa amalgama de  etnias, culturas, nacionalidades fungidas en algo absolutamente nuevo.

Pero el término exacto “The Melting Pot” se emplea por primera vez en una obra de teatro del mismo nombre escrita por el dramaturgo Israel Zangwill y estrenada en Washington DC en 1908, en la cual el protagonista inmigrante declara:
“Entiendan que América es el Crisol de Dios, la gran olla de fundición donde todas las razas de Europa se están derritiendo y re-formando! Aquí están ustedes, buenos hombres, piensen Yo, cuando los vean en Ellis Island, allí están en sus 50 grupos, con sus 50 lenguas e historias y sus 50 odios de sangre y rivalidades. Pero no estarán así por mucho tiempo hermanos, porque estos son los fuegos de Dios, a los cuales han venido a parar… Alemanes, franceses, irlandeses, ingleses, judíos y rusos, ¡al crisol todos! Dios está creando al americano.”

Si señores, Dios estaba divirtiéndose creando al americano. En un crisol gigante y tan vasto como este nuevo territorio, europeos, indígenas, orientales, africanos, cristianos y paganos, estaban derritiéndose e integrándose en un nuevo hombre, con una identidad absolutamente nueva, que contenía todas esas identidades, pero que no podía ser encasillado como ninguna de ellas. Primero como fruto de la colonización y luego de la inmigración, el americano ha estado durante siglos reintegrándose, reformándose y regenerándose y por supuesto también reinventándose.  

Y como estos nuevos hombres y mujeres americanos seguían constantemente asimilando nuevas culturas, en sus ollas también hacían a su vez de dioses frente al fogón, no aleando metales sino integrando sabores. Porque convengamos que la cocina americana es la mejor expresión de este crisol de razas. En nuestras ollas se crearon fabulosos caldos de cocción lenta, en la cual los más diversos y exóticos ingredientes se derretían, permeando sus sabores en el jugo, integrándose tan perfectamente que resultaba imposible discernir donde terminaba un ingrediente europeo y donde empezaba uno nativo. ¿No es acaso la cocina una forma de alquimia? Una forma de creación donde los ingredientes transforman su materia, pasando de solido a líquido y a gaseoso, donde de distintos elementos se crea uno absolutamente nuevo y original. En cada plato convive el conquistador y el conquistado en una armonía que se sobrepone a toda animosidad cultural.

Nuestros platos, al igual que el hombre americano, tienen raíces europeas, nativas, esclavas, cautivas, libres y emigradas, celebran pascuas y rituales ancestrales, tienen recuerdos y añoranzas de viejas tierras, pero también representan  nuevos territorios. Nuestros sabores se someten al paladar, lo revolucionan y lo conquistan. 

De una sociedad inicial absolutamente heterogénea, poseedoras de cosmogonías incomprensibles para el otro, tan imposibles de homologar y de concebir unida y convertida en una sola, contra todo pronóstico se integran y surge una sociedad más homogénea, en la cual sus diferencias convergen en la creación de una nueva identidad.

La gastronomía americana es el fruto de un recetario variopinto creado por  exóticos alquimistas culinarios de ascendencia multiétnica que idearon platos de una autentica cocina fusión mucho antes de que se empleara este término en la gastronomía. ¡Nuevos platos, para un nuevo hombre en un nuevo mundo!

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