Como a estas alturas ya
sabrán, soy una Mafalda al 100%, mi Susanita interior jamás se manifestó.
Honestamente pensé que en algún momento de mi vida se activaría, pero como no
reaccionó ni cuando parí a mis hijos, simplemente la di por muerta y sepultada.
Siempre me pregunte
porque tengo tan atrofiado mi chip de quehaceres domésticos. A lo largo de mi
vida formule varias hipótesis al respecto. En un principio pensé que la culpa
la tenía mi madre (esta es la primera hipótesis que nos nace a las mujeres, todas
nosotras creemos que ellas tienen la culpa de TOOODO). Estaba convencida que la
falta de ejemplo y de training fue la causal de mi desinterés por la cocina y
alrededores. En realidad mi madre era del tipo de mujer que ponía huevos a
hervir y se olvidaba de encender el fuego y que anteponía la longevidad de su
manicure al lavado de platos. En resumidas cuentas mi entrenamiento domestico
fue inexistente.
Como no soy socióloga,
sino simplemente una mera todóloga con ínfulas de sabihonda, difícilmente les
pueda explicar por qué cada vez somos menos las mujeres entrenadas
domésticamente. Tal vez el mérito sea de la tecnología o tal vez lo sea de las
feministas. Sea quien sea la autora del asesinato de la diosa doméstica, las
mujeres de este siglo y este contexto, debemos estar muy agradecidas. Yo
personalmente agradezco cada mañana el haber nacido en este siglo y en un
ambiente urbano, ¡porque honestamente no me hubiera gustado para nada tener que
matar cada mañana al almuerzo del medio día!
Antes por el mero hecho
de nacer con un útero a una ya se le entrenaba desde la infancia para cumplir
con las labores domésticas. Así las niñas recibían una educación apoyada
fundamentalmente en dos pilares: servir y agradar. Para el primero aprendían a
bordar, zurcir y remendar, cocinar, barrer, almidonar, y hacer hasta mermelada
de membrillo. ¡Imagínense lo amplia que era el training doméstico en épocas de
nuestras abuelitas que estas hasta sabían desplumar gallinas! Para lo segundo
aprendían a bailar, tocar el piano, cantar, dibujar y hasta declamar.
Pero hoy en día, si
sabemos de qué lado agarrar la escoba ya podemos considerarnos guapas. Cada vez
conozco a más mujeres que afirman que no saben cocinar, que aseguran que queman
el agua y planchan arrugado y que nunca en su vida cocieron un botón, nótese
que unas décadas atrás el “no saber ni pegar un botón” era el término
despectivo aplicado a los inútiles. Pero
lo dramático es que estas mujeres que se declaran domésticamente incapacitadas,
no son para nada inútiles. Son mujeres creativas, talentosas, con títulos,
trabajos y profesiones que simplemente no tienen tiempo ni interés en explorar
su lado doméstico.
Yo debo confesar que no
se hacer ni punto torcido, que no tengo idea de cómo se almidona una camisa, y
que no sabría donde empezar si me encomendaran hacer un simple guiso (además
dudo que el resultado sea comestible). Como ya se bien que ni con la ancianidad
voy a resucitar a mi diosa doméstica, estoy también 100% segura de que mis
nietas no heredaran una bufanda tejida por mí.
La verdad es que muchas
mujeres de generaciones anteriores a la nuestra aun saben hacer con asombrosa
facilidad muchas de esas cosas que para nosotros son un misterio, como remendar
medias, quitar manchas difíciles con productos caseros y planchar
impecablemente una camisa. Pero lo más increíble no es el hecho de que lo hacen
con una inquietante facilidad, sino que parecen hasta disfrutar hacerlo. Juro
que hace poco una tía me confeso que “le encanta planchar” y hace un tiempo la
mama de una amiga me revelo que “lavar platos le relaja”. Me quede atónita.
Ninguna de las mujeres de mi generación en su sano juicio diría alguna cosa así,
todas sus amigas asumirían inmediatamente que se les fue la mano con la dosis
de Prozac.
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