lunes, 25 de mayo de 2015

REQUIEM A LA DIOSA DOMESTICA






Como a estas alturas ya sabrán, soy una Mafalda al 100%, mi Susanita interior jamás se manifestó. Honestamente pensé que en algún momento de mi vida se activaría, pero como no reaccionó ni cuando parí a mis hijos, simplemente la di por muerta y sepultada.

Siempre me pregunte porque tengo tan atrofiado mi chip de quehaceres domésticos. A lo largo de mi vida formule varias hipótesis al respecto. En un principio pensé que la culpa la tenía mi madre (esta es la primera hipótesis que nos nace a las mujeres, todas nosotras creemos que ellas tienen la culpa de TOOODO). Estaba convencida que la falta de ejemplo y de training fue la causal de mi desinterés por la cocina y alrededores. En realidad mi madre era del tipo de mujer que ponía huevos a hervir y se olvidaba de encender el fuego y que anteponía la longevidad de su manicure al lavado de platos. En resumidas cuentas mi entrenamiento domestico fue inexistente.

Como no soy socióloga, sino simplemente una mera todóloga con ínfulas de sabihonda, difícilmente les pueda explicar por qué cada vez somos menos las mujeres entrenadas domésticamente. Tal vez el mérito sea de la tecnología o tal vez lo sea de las feministas. Sea quien sea la autora del asesinato de la diosa doméstica, las mujeres de este siglo y este contexto, debemos estar muy agradecidas. Yo personalmente agradezco cada mañana el haber nacido en este siglo y en un ambiente urbano, ¡porque honestamente no me hubiera gustado para nada tener que matar cada mañana al almuerzo del medio día! 

Antes por el mero hecho de nacer con un útero a una ya se le entrenaba desde la infancia para cumplir con las labores domésticas. Así las niñas recibían una educación apoyada fundamentalmente en dos pilares: servir y agradar. Para el primero aprendían a bordar, zurcir y remendar, cocinar, barrer, almidonar, y hacer hasta mermelada de membrillo. ¡Imagínense lo amplia que era el training doméstico en épocas de nuestras abuelitas que estas hasta sabían desplumar gallinas! Para lo segundo aprendían a bailar, tocar el piano, cantar, dibujar y hasta declamar. 

Pero hoy en día, si sabemos de qué lado agarrar la escoba ya podemos considerarnos guapas. Cada vez conozco a más mujeres que afirman que no saben cocinar, que aseguran que queman el agua y planchan arrugado y que nunca en su vida cocieron un botón, nótese que unas décadas atrás el “no saber ni pegar un botón” era el término despectivo aplicado a los inútiles.  Pero lo dramático es que estas mujeres que se declaran domésticamente incapacitadas, no son para nada inútiles. Son mujeres creativas, talentosas, con títulos, trabajos y profesiones que simplemente no tienen tiempo ni interés en explorar su lado doméstico. 

Yo debo confesar que no se hacer ni punto torcido, que no tengo idea de cómo se almidona una camisa, y que no sabría donde empezar si me encomendaran hacer un simple guiso (además dudo que el resultado sea comestible). Como ya se bien que ni con la ancianidad voy a resucitar a mi diosa doméstica, estoy también 100% segura de que mis nietas no heredaran una bufanda tejida por mí.  

La verdad es que muchas mujeres de generaciones anteriores a la nuestra aun saben hacer con asombrosa facilidad muchas de esas cosas que para nosotros son un misterio, como remendar medias, quitar manchas difíciles con productos caseros y planchar impecablemente una camisa. Pero lo más increíble no es el hecho de que lo hacen con una inquietante facilidad, sino que parecen hasta disfrutar hacerlo. Juro que hace poco una tía me confeso que “le encanta planchar” y hace un tiempo la mama de una amiga me revelo que “lavar platos le relaja”. Me quede atónita. Ninguna de las mujeres de mi generación en su sano juicio diría alguna cosa así, todas sus amigas asumirían inmediatamente que se les fue la mano con la dosis de Prozac.

Todo esto me hace pensar que si la idea de la diosa doméstica no está muerta, de seguro está agonizando, porque cada vez hay más maquinas que nos facilitan la vida y menos mujeres dispuestas a complicarse la existencia almidonándole las camisas a sus hijos.

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