El gran escritor y dramaturgo ruso, Anton Chejov, nació en 1860 en
Taganrog, antiguo puerto sobre el Mar Negro. La precaria situación familiar
obligó a los niños Chejov a trabar desde muy chiquitos. En una infancia
condenada al trabajo, las únicas distracciones del pequeño Anton eran contar
cuentos a sus amigos -de manera casi compulsiva- e ir a pescar junto con sus
hermanos. Durante los veranos visitaban a su abuelo al campo y se entretenían
pescando en el río y explorando los amplios campos. Ambas actividades
sembrarían en él un enorme amor por la naturaleza que luego plasmaría en sus
obras.
En su adolescencia empezó a traspasar sus relatos al papel, cosa que
continuaría haciendo a la par que cursaba la carrera de medicina en la
Universidad de Moscú. Para poder mantener sus estudios, en 1880 consiguió un
trabajo en un diario moscovita en el cual publicaría numerosos relatos y
bocetos de la vida rusa. El resto de su
vida continuaría escribiendo de manera profesional a la par que ejercía su
profesión de médico. En sus memorias explicaría la importancia de su profesión
en sus escritos: “me parece que como doctor he descrito correctamente todas las
enfermedades del alma.” Pero más allá del médico dedicado y del escritor
apasionado, en su interior guardaba la sencillez y el candor del niño de pueblo
que nunca dejó de ser.
El éxito literario no tardó en llegar. Para 1887 sus dos primeras colecciones
de cuentos habían gozado de un suceso inmediato, siendo reeditadas numerosas
veces. Paralelamente al suceso, llegaron sus primeros ataques de tos –la
enfermedad estaría presente por el resto de su vida- que lo obligó a mudarse al
sur en búsqueda de un mejor clima. Como la mayoría de los rusos, siempre
dejaría un espacio en su ajetreada vida para descansar en la placidez de las dachas de campo rusas.
En 1888 escogió una dacha sobre
la orilla de un pequeño río en el cual abundaban cangrejos y peces y se
entregó, como lo había hecho en su infancia, al amor por la naturaleza y a su
pasión por la pesca. Chejov amaba el campo, así como amaba la placida
contemplación que le permitía la pesca en los amplios espacios abiertos del
campo ruso. En sus cartas describiría el placer que el campo le procuraba: “Uno
vendería con gusto su alma por el placer de observar el cálido cielo de la
tarde y los arroyos y estanques reflejando la profunda tristeza del atardecer.”
En estas cartas también describiría animadamente sobre la alegre compañía que
le proporcionaban sus vecinos del campo, los paseos y sus días de pesca.”
En 1889 Chejov conoció la fama, tras el enorme suceso de su obra
“Ivanoff” en San Petersburgo. A pesar de los elogios que recibía, su creciente
fama agobiaba al autor, y éste escribió por entonces que extrañaba estar en el
campo, pescando en lago o simplemente yaciendo recostado sobre el heno.
En 1890 un viaje a la alejada isla de Sajalín incrementaría sus males y
finalmente sería diagnosticado con tuberculosis. La enfermedad lo obligó a
abandonar Moscú en busca de climas más propicios para su estado. Compraría una dacha llamada Melikhovo a 40 km de Moscú
donde viviría hasta 1899 una auténtica vida campestre. Atendía gratuitamente a
los campesinos quienes llegaban hasta de poblados distantes en búsqueda de la
asistencia gratuita provista por Chejov, quien incluso se hacía cargo de los
medicamentos que les recetaba. Esta entrega a su profesión de médico, si bien
comprometería su salud y tiempo de escribir, aunque por otro lado enriqueció su
escritura al proporcionarle un contacto íntimo con todos los eslabones de la
sociedad rusa.
El avance de su enfermedad lo llevaría a ir más al sur, alejándose cada
vez más de Moscú. Los últimos años de su vida lo pasaría en Crimea,
instalándose en Yalta, a la que él se refería como “su Siberia caliente”. En
los últimos 10 años de su vida, escribiría sus cuatro obras maestras: “La
Gaviota”, “El Jardín de los Cerezos”, “Las Tres Hermanas” y “tío Vania”.
En sus obras, Chejov a menudo
imbuía a sus personajes con aspectos de su propia personalidad y analizaba
todas las sombras ocultas en las entrañas de la sociedad rusa. En este aspecto,
Chejov era como un pescador de emociones, capaz de traer a la superficie las
emociones, pasiones y secretos escondidos en las profundidades más insondables
del alma. En cada línea de sus textos, el hilo de la caña se va tensando, hasta
que con destreza el autor nos revela aquello que en todo momento estuvo oculto
bajo las calmas aguas.
Pero la pesca no solo estaría presente
metafóricamente en su obra. En sus inicios escribió dos breves tratados de tono
humoroso sobre la pesca para la revista “El Despertador”. En uno de ellos,
titulado “Asunto de peces II” con altas dosis de humor describe a los peces que
puede encontrarse en los alrededores de Moscú, valiéndose de estas especies de
peces para satirizar a la sociedad moscovita. Brillantemente describe a la
perca de esta manera: “Bonita pececita
con unos dientes bastante afilados. Carnívora. Los machos fungen de empresarios
y las hembras dan conciertos.” Luego pasa al gobio añadiendo: “Vivo y ágil individuo, que imagina que está
protegido de las corvinas y los cabezudos por los “privilegios” que le da la
naturaleza, pero, por lo menos, cae puntualmente en la sopa de pescado.”
También numerosos cuentos abordan
la materia o relacionan las tramas con la pesca y pescadores tal como los
cuentos: “El Pez”, “El Monje Negro”, “Un Niño Malvado o “Historia de un
Contrabajo”, sólo por citar algunos. Pero fue principalmente en sus cartas
donde describe con entusiasmo sobre lo que pescó, los lugares donde encontraba
buena pesca, manifestando con sus cálidas descripciones su genuina pasión por
esta actividad. En una de sus cartas a Gorki, dos años antes de su muerte,
Chéjov escribe: “Vivo en Liubímovka, en
la casa de campo de Alexéiev (su hijo),
y de la mañana a la noche me dedico a la pesca”. Un año más tarde, en la
última carta que le escribe al escritor se despide de la siguiente manera: “Siempre sueño con tomar un barco, irme al
medio del océano y ponerme a pescar solo. “
El gran pescador de emociones, demostró
también ser un gran aficionado a la pesca. Chejov era un gran amante de la
pesca por ser una actividad que le permitía abandonarse a la meditación. Chejov
solía utilizar una curiosa técnica de pesca rusa, la de la Donka o campanilla, consistente en atar una campanilla a la caña de pescar,
la cual suena cuando el pez muerde el anzuelo. Este mecanismo probablemente le
permitía vagar a sus anchas con la mente e ir a pescar historias en su
imaginario sin descuidar su pesca. Seguramente más de una vez aquel suave tintineo
lo habrá despertado repentinamente de alguna ensoñación, retirándolo
abruptamente de alguna narrativa interna. Uno no puede dejar de pensar en cuántas
historias habrán nacido detrás de la caña de pescar de Chejov.