Como todas las asuncenas a esta altura del año, con el calorcito incipiente y la presión por la llegada del verano, he incorporado a mi rutina, regulares caminatas a Ñu Guazú. Por supuesto que me voy regia. Porque en “ÑuGua” una se encuentra con todo el mundo y si bien todos te saludas re bien al pasar, no dudo que apenas se alejan a una distancia prudente empiezan a criticar la pinta de una, o por supuesto, lo gordita que una está, o lo mal que le quedaron las nuevas lolas, o lo sucio que estaba su perro!! (Las mujeres no escatiman en detalles a la hora de criticar, y con la inclemente luz del sol veraniego, aumenta notablemente la visibilidad de estas detestables criticonas que se pasan radiografiándonos.)
Una de las cosas que detesto ver en Ñu Guazú son los saunas ambulantes. Me refiero a esas personas que van con buzos invernales, mangas largas, hule y faja azul ciñéndoles la cintura, creyendo que con deshidratarse van quemar los kilitos de más. Me sofoco al verlos!! Me dan más calor del que ya tengo, y ni que decir de las detestables salpicadas de sudor que recibimos cuando pasan trotando al lado nuestro.
También, como digna mujer que soy, odio ver a las footineras exhibicionistas. A esas que siempre están más regias que una y quieren hacértelo saber a gritos. Esas que van en micro top y micro todo, que llevan el pelo suelto y corren como protagonistas de propaganda de shampoo, moviendo las caderas como en cámara lenta. Por supuesto que nuestros maridos las aman. Ni bien nos cruzamos con ellas vemos como se quedan bizcos para tratar de mirarlas disimuladamente (léase: sin que nosotras nos demos cuenta). Pero por supuesto que les pescamos en el acto! Yo ni bien me cruzo con una de estas escandalosas me pongo bizca (pero hacia mi marido) y casi siempre termino dándole un codazo para sacarle del embobamiento en el que queda.
Muchos hombres han adoptado la técnica del cordón para observarles el derriere mientras se alejan. Justo cuando pasan, a ellos mágicamente se les desatan los cordones y mientras se agachan para simular atárselos, observan embelesados sus colas como si fueran pantallas plasma. El marido de mi amiga Erika adoptó una técnica más original para mirarlas sin pudor y evitar los codazos de su esposa. Me contaba Erika que mientras caminaban por el parque, se cruzaron con una blonda fantástica que iba trotando junto a su perro. El descarado del marido al cruzar exclamó: “¡Que lindo tu perro!” (Obvio que lo que miraba fijamente no era al cuadrúpedo sino los implantes de la blonda). Como Érika no es ninguna tonta, no le dio un codazo…. ¡Le dio tres!
Otra amiga, Marga, odia a las jadeantes. Aquellas que a parte de ser footineras exhibicionistas, se hacen sentir a un kilómetro de distancia exhalando onda Sharapova mientras trotan. Mientras caminábamos y charlábamos el otro día, me informó sobre su ingeniosa técnica para ponerlas en evidencia. Cada vez que se topa con una jadeante simula asustarse mientras grita: “¡Dios mío que susto! ¡Pensé que era un caballo!”
Pero la experiencia más desagradable en Ñu Guazú me tocó vivirla en carne propia. Un par de años atrás tuve la brillante idea de ir a trotar al medio día y la mala fortuna de toparme con un gordito sudoroso que justo al cruzarse conmigo tuvo la delicadeza de eructar (en el momento exacto en el que yo estaba inhalando todo el aire que podía para no desmayarme por el esfuerzo de trotar con el tufo). Era evidente que el gordito había comido empanada de carne. Hasta hoy en día recuerdo la oleada de náuseas que me invadió y como llegué arrastrada a mi auto sin poder sacarme el asco del sistema.
Ñu Guazú en su época pico se vuelve una especie de carrera con obstáculos. No solo tenemos que pedir paso a los pánfilos que se pasean uno al lado del otro, abarcando todo el ancho del camino y obstaculizando el paso. También tenemos que ir sorteando perros que se meten en nuestro camino o cuyas correas se te enredan entre las piernas y niños en rollers o en bicicleta que a menudo terminan chocándonos estrepitosamente. Tampoco faltan los desubicados que lanzas escupitajos que uno tiene que ir esquivando y los numerosos insectos que te pican o que uno termina tragando asqueado si pasa muy rápido. Ahh y no nos olvidemos de las tarántulas que ocasionalmente salen en manada (o como sea que se llame a los grupo numerosos de estos arácnidos peludos) y que nos hacen gritar como taradas dando saltos como tilingas para huir de ellas! A la hora pico, Ñu Guazú deja de ser un paseo para convertirse en una peripecia.
Pero lo más patético de Ñu Guazú (a parte de los mirones de nuestros babosos maridos) son los atrevidos. Todas odiamos a los atrevidos más que a las exhibicionistas, porque mujeres de todos los tamaños y formas hemos sido víctimas de su descaro. En esta categoría incluyo a los pilas bobalicones que te chistan al pasar, a los poetas chabacanos que te lanzan coloridos e piropos indecentes y por supuesto a los badulaques sinvergüenzas que no se conforman con mirar o verbalizar su calentura y tienen que palparte al pasar. ¡Que experiencia espantosa es esa! ¡Que ultraje a nuestro género! Por suerte la semana pasada presencié una escena maravillosa. Pasó todo como en una película. Un atrevido le tocó el trasero a una chica que pasaba tranquilamente, absorta con la música de su I-Pod. En un nano segundo esta chica inocente y con aire angelical se transformó en una de especie de Ninja Justiciera del tercer mundo y le dio caza al insolente. Al alcanzarlo puso en práctica todo lo aprendido en su clase de Muay Thai dándole la paliza de su vida, al más puro estilo de Kill Bill. Fue un momento mágico. Todas las presentes le vitoreamos y le aplaudimos sintiéndonos finalmente redimidas. La próxima vez “que pase el desgraciado” va a pensar dos veces antes de pasarse de vivo.
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