viernes, 21 de noviembre de 2008

DEL BOLSILLO AL BOLSO: Nuestro Universo Portátil

-¿No tenés una moneda de quinientos?- me preguntaba la cajera amablemente. Yo no estaba segura. Abría el monedero. Vacío. De todas maneras respondía con absoluta confianza: -¡seguro que tengo alguna en mi cartera!- mientras empezaba a revolver frenéticamente su contenido. A medida que revolvía, iba sacando los más surtidos cachivaches: la agenda con mil papelitos sueltos con anotaciones (como si sus hojas no bastaran), el perfumito, la crema para las manos, los anteojos, celular, la billetera, el estuche para el maquillaje a punto de estallar, la factura de la tintorería, el ticket de estacionamiento que perdí la semana pasada, las llaves, los 5 bolígrafos que nunca encontraba a la hora de hacer el cheque, la chequera, un libro…. mi mano se paseaba ciega, palpando el fondo, los costados, abriendo bolsillos, agitando, removiendo, esquivando. La fila se impacientaba. “¡Ndeeee!” exclamaba fastidiado un señor detrás mío mientras entornaba los ojos impacientes. Mi mano se aceleraba, nerviosa, explorando ese espacio profundo y oscuro. Cuando a mi cartera ya no le quedaba ningún secreto más para revelar, mis dedos emergieron triunfantes. “¡Acá está! ¡Yo sabía luego!” Exclamaba feliz como si acabara de ganar un premio, mientras extendía la moneda de quinientos a la cajera. Al alejarme, agendaba mentalmente limpiar mi cartera, preocupada por la cantidad de cosas con la que andaba en cima. Luego me tranquilizaba a mí misma: “menos mal que dejé de fumar, así ya no ando con los cigarrillos, los encendedores (generalmente 1 mío y 2 de mis amigas sustraídos por “error” cuando no encontraba el mío en la cartera), las mentitas y los insoportables residuos de tabaco que lo invadían todo.” ¡Ahora si que ando ligera!

Estoy segura de que no soy la única mujer con complejo de hormiguita viajera. No exagero al afirmar que somos legión. Una mujer sin su cartera está desnuda, desarmada, vulnerable, incompleta. Ni bien empezamos a usarla nos sentimos impulsadas a llenarla al máximo de su capacidad, convirtiéndola en el depósito portátil para todas nuestras probables necesidades, un salvavidas para posibles emergencias y la fiel guardiana de nuestros secretos.

Un aura de misterio envuelve al bolso cerrado. Una mirada curiosa puede ser interpretada como una violación al espacio más privado de su propietaria. Extraños poderes hacen que allí desaparezcan objetos con una facilidad poco usual y que en los momentos más difíciles aparezcan, como por arte de magia, los artefactos más inverosímiles listos para solucionar cualquier tipo de problema (como una amiga que en una emergencia fashion sacó un martillo de su cartera para clavar un taco roto).

La cartera se ha convertido en un accesorio vital para la mujer moderna que, siempre en constante movimiento, necesita tener a mano todo lo necesario para cumplir con sus mil diligencias diarias. A veces una cartera resulta insuficiente y la complementamos con bolsos deportivos, de bebé, de playa, maletines o simples bolsas de plástico. Cargamos con tantas cosas que no es de extrañar que los hombres no nos comprendan y sigan preguntándose por qué nuestro problema no se soluciona con un bolsillo. Pero lo que pocos saben es que todo empezó con un simple e inocente bolsillo.


En sus inicios el bolso era una especie de bolsillo y el bolsillo era una especie de bolso. Nacieron juntos pero con el transcurrir del tiempo fueron tomando caminos separados: el bolso se desprendió de la prenda convirtiéndose en el apéndice obligado de toda mujer y el bolsillo se adhirió a la ropa para convertirse en todo el espacio portátil que un hombre necesita.

En la antigüedad las pertenencias se transportaban en pequeños bolsitos de piel o tela que parecían bolsillos colgantes sujetados alrededor de la cintura. Las primeras versiones usadas tanto por hombres como por mujeres eran bolsillos individuales pero con el tiempo se hizo costumbre el uso de dos bolsitas que colgaban a ambos lados de la cadera. Irónicamente, a medida que uno subía en la escala social, el tamaño de sus bolsillos se iba reduciendo. Los bolsillos de los de la clase alta eran más pequeños pues no necesitaban acarrear gran cosa. Solo algunas monedas, sales aromáticas o alguna coquetería como un pañuelo bordado, un peine o espejito. Los de la clase trabajadora necesitaban más espacio, pues tenían que acarrear desde sus utensilios de trabajo hasta sus almuerzos en ellos. Como solo los de las clases altas tenían acceso a lugares seguros para guardar sus objetos de valor, los más humildes tenían que andar siempre con sus pertenencias a cuestas.

En el medioevo, los feligreses colgaban alrededor de sus cinturas unas bolsitas llamadas limosneras que contenían monedas para donaciones. Con el tiempo, sus fines caritativos se fueron volviendo más mundanos y como siempre sucede en el mundo de la indumentaria, lo netamente utilitario se fue volviendo ornamental.

Un detalle curioso es que muchas veces los bolsos que contenían monedas eran entregados junto con las monedas al realizar un pago. (Se imaginan hoy en día desprenderse de su cartera al efectuar un pago!) En las audiencias reales era costumbre dejar como lisonja bolsitos bordados repletos de monedas. En la Corte de Isabel I de Inglaterra, la cantidad que debía dejarse estaba estipulada por decreto.

Hasta finales del S. XVI, era costumbre el uso de chatelaines, especie de llaveros que colgaban de la cintura de la ama de casa. Los chatelaines contenían una serie de utensilios de uso cotidiano: implementos de costura, de escritura, llaves y una pequeña bolsita; cada uno sujeto a una cadenilla separada que se unía con las otras en un manojo. También habían chatelaines especiales para fiestas, que contenían botellitas con maquillaje y sales aromáticas (para revivir de los desmayos causados por los ajustados corsettes), abanicos, espejitos y pequeños coqueterías.

A fines del Siglo XVI las mujeres empezaron a llevar los bolsos colgados debajo de sus amplias faldas. Se accedía a ellos mediante pequeños tajos en los pliegues de los vestidos. Los bolsos internos eran más seguros, pues los bolsos colgantes externos eran muy fáciles de robar. La amplitud de sus miriñaques les permitía llevar muchísimas cosas sin llamar la atención. Esto probablemente fue el origen de la costumbre femenina de cargar con tantas cosas a cuestas.

En 1790, la Revolución Francesa, al resucitar las líneas clásicas, estiliza la silueta femenina, dejando fuera de moda las faldas amplias. Los angostos vestidos de la nueva moda seguían la línea del cuerpo impidiendo ocultar con discreción nada debajo de ellos. El corte imperio eliminaba la cintura como foco de atención. Esto presentaba otro dilema: de donde colgar los bolsos: ¿en la cintura o en el talle elevado del vestido? Como solución, las mujeres, que no querían dañar con bultos indeseados la proporcionada estética de sus túnicas, pero que tampoco estaban dispuestas a desprenderse de la comodidad de sus bolsos, volvieron a llevarlos externamente. Pero ahora ya no los ataban a la cintura, sino que los llevaban colgando del brazo. Estas pequeñas bolsas bordadas de seda o terciopelo y cerradas con cordones o cadenitas se llamaban retículas. Como las retículas eran en esencia las mismas bolsas colgantes que habían sido llevados junto a la ropa interior por tanto tiempo, era inevitable que se las asociara con las prendas íntimas, y eran llamadas burlonamente “ridículas”. A pesar de todas las bromas iniciales generadas por su uso, las retículas siguieron de moda por más de 100 años.

Las retículas eran accesorios exclusivamente femeninos y sustituyeron a los bolsillos que cayeron en desuso entre las damas. Los bolsillos pasaron a ser usados solo por niñas, ancianas y mujeres trabajadoras (pues eran seguros para guardar dinero). En esta misma época aparecieron los abrigos masculinos con bolsillos externos, innovación que hizo que los hombres abandonen definitivamente las carteras por los bolsillos.

Desde entonces, a la hora de guardar sus pertenencias, los hombres encuentran todo el espacio que necesitan en sus bolsillos mientras que las mujeres solo encuentran en ellos lugar suficiente para sus manos. Para las mujeres los bolsillos han perdido totalmente su función práctica y son meramente decorativos. Cualquier bultito amenaza engrosar una silueta cada vez más fina. Por lo que la mujer seguirá llevando sus amadas carteras.

A partir de 1880, los adelantos tecnológicos facilitaron los viajes y los bolsos, que habían surgido inicialmente como alternativa a los bolsillos, se convirtieron en un producto de consumo masivo, produciéndose en variados diseños y en los materiales más surtidos. Pocos saben que Louis Vuitton empezó haciendo baúles para los viajes en barco de Napoleón III y que tanto Prada como Gucci empezaron produciendo equipaje.

A medida que la mujer moderna se movilizaba, iba a bailes, viajaba, trabajaba, las carteras se convirtieron en compañeras indispensables, siguiéndolas a todas partes y ayudándolas a afrontar con glamour las nuevas responsabilidades y desafíos que implica balancear los niños, la casa y el trabajo sin perjudicar el look. Hoy en día existen carteras de todo tipo y para cualquier momento o lugar imaginable y éstas se han convertido en los best sellers de las más famosas casas de moda.

Las carteras son mucho más que accesorios de moda. Son compañeras prácticas, versátiles, divertidas y amadísimas por sus propietarias, llegando incluso a reflejar ciertos aspectos de su estilo y personalidad.

Hoy en día, hasta los hombres están volviendo a usar carteras, como lo hicieron en la antigüedad. A medida que la silueta masculina también se afina, y bajo la excusa de necesitar transportar su “lap top”, muchos se están uniendo silenciosamente a las filas de las mujeres adictas a transportarlo todo.

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