“Bajo el verdor con un poco de pan, vino, el
libro de un poeta, y tú cantando a mi lado en el desierto, él desierto sería
para mí un paraíso.”
Omar
Khayyam
Imagínense la vida de los antiguos nómades, tribus errantes que
sobrevivieron a las condiciones más adversas en zonas al límite de las
posibilidades humanas, hasta convertirse en los grandes jeques del desierto.
Los beduinos, Badwiyyin, o habitantes
del desierto, erraban para encontrar forraje para sus dromedarios y camellos y
agua para la subsistencia. Para conquistar las arenas de los desiertos
necesitaron de iguales dosis de ingenio, fortaleza y sabiduría.
Uno se imaginaría que la cocina de los nómadas del desierto sería una
cocina elemental de sobrevivencia. Pero no debemos olvidar que los árabes son
grandes poetas, que el silencio del desierto invita a la contemplación y a la
búsqueda de lo absoluto y estaban predestinados a considerar la palabra un don
divino y conmoverse hasta las lágrimas con la poesía. Y la ecuación es
inalterable: quien se deleita con la poesía, se deleita con los sentidos y
termina inefablemente ingeniándose, hasta con nada, para impregnar de belleza
los placeres cotidianos. Y así nacieron bellas canciones beduinas, largos
poemas compartidos alrededor del fogón, hermosos tapetes tejidos con
abstracción infinita y también ingeniosas exquisiteces gastronómicas obtenidas
de las reses que los acompañaban y sazonadas con las raíces, hierbas aromáticas
y bayas de los oasis y las especias que transportaban en sus antiguas rutas
comerciales.
No solo debían ingeniarse con la escasez de alimentos, sino también
debían transportarlos por largas travesías y preservarlos en pésimas
condiciones durante unos veranos que se manifestaba con un promedio de 55 ºC a
la sombra – si se encontraba. Para completar las exigencias, hasta el
abastecimiento de las llamas de sus fogones era un desafío, ya que la madera no
abunda en el desierto. Su comida era simple y reflejaba sus raíces pastorales,
estando basada en la leche, carnes y quesos de cabras, corderos y camellos,
dátiles, arroz, harina y samn (manteca). Pero a pesar de la simpleza de sus
ingredientes, sus platos eran delicados, aromáticos y preparados con mucho
esmero (a veces en fogones bajo tierra, enterrados en ollas de barro).
Un destino de vagar constante y la siempre presente incertidumbre del
devenir sumada a la soledad de su existencia los llevó a desarrollar una
generosidad extrema y una celebración a las visitas que ha vuelto legendaria a
la hospitalidad de los beduinos. Si bien no son ricos, ya que en el desierto
nada sobra, los huéspedes son siempre bienvenidos en sus tiendas ya que creen
que los huéspedes son enviados de Dios, por lo que los llaman Dayf Allah. La
llegada de un visitante ya es razón suficiente para celebrar con un festín
donde no faltará la poesía, la música, los relatos y por supuesto los agasajos
gastronómicos.
Los beduinos desarrollaron reglas de hospitalidad, las cuales
variaban, pero por lo general requerían que cualquier persona que llegara al
campamento y que no fuera un enemigo jurado, éste debía ser recibido y
alimentado por un mínimo de 3 días. El jefe de la tribu demostraba su honor y
su riqueza a través de la hospitalidad hacia los forasteros. La comida era
servida primero a los invitados y luego compartida por todos los hombres presentes
en una olla en común, luego comían en otra tienda, las mujeres y los niños. Se
comía con las manos y solo debía usarse la mano derecha.
Al terminar llegaba uno de los ritos más importantes. El del café. El
café o kahwa era la principal bebida
social. El momento en el que se tomaba era el de intercambio de historias y
noticias. Los jeques anfitriones solían preparar el café para sus invitados
personalmente, tostando, moliendo e hirviéndolo y sirviéndolo con alegría a sus
huéspedes tras sazonarlos con cardamomo, azafrán, agua de rosas o jengibre y
ofreciendo dátiles para acompañarlo.
En el rito del café, es costumbre servir 3 veces a los huéspedes. Es
considerado educado aceptar estas tres tacitas de café, cada una es suficiente
para un sorbo. La primera es la taza del visitante, que honra al recién
llegado. La segunda es la taza de la espada, que honra la bravura de los
hombres beduinos y la tercera es la taza del ánimo, que simboliza el buen
humor. Al terminar las tres tazas el visitante debe agitar su vaso vacío en
señal de que ya han bebido suficiente.
Los beduinos también tomaban te. Y este brebaje tenía su propia
ceremonia. También se lo servía tres veces, la primera para los anfitriones, la
segunda para uno mismo y la última para Allah. Cada vez se los hervía de manera
diferente y se le agregaban distintas cantidades de azúcar que correspondían a
las tres grandes emociones que se intercambiaban. La primera taza se sirve amarga,
como la vida; la segunda, dulce como el amor y la tercera, suave como la
muerte.
Como bien lo dijo el poeta italiano Gabriel Ungaretti “El beduino tienen un canto que mezcla los
gritos fugitivos de las bestias partidas de múltiples e indeterminados lugares,
el silencio de la alta luna, lo vuelos de largas sombras sobre la nube solar,
después del crepúsculo ondeante como para siempre su arena: y la cantinela
hecha de una sola palabra repetida hasta el infinito, ¿donde, donde, donde?”
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