jueves, 15 de enero de 2009

HOGAR DULCE... BUNKER


Paseando por los barrios de Asunción saltan a la vista las múltiples modificaciones en los antes acogedores hogares paraguayos. Pareciera que la ciudad entera se estuviera fortificando.

La criminalidad ha hecho mucho daño, dejando alrededor nuestro sus devastadoras secuelas. La oleada de homicidios, secuestros, asaltos y robos se ve coronada con la diadema de la reinante impunidad. Todo esto ha generado mucha pérdida, mucho daño moral y material y por sobre todo, ha engendrado un profundo sentimiento de desamparo. Esta indefensión ciudadana se ha materializado en nuestros murallas cada vez más altas, en rejas, blindados, séquitos de guardaespaldas y expertos en seguridad. Pero lo que es auténticamente turbador es que el miedo y la psicosis colectiva también han levantado muros gigantes en nuestros corazones. Esta transformación de nuestro paisaje urbano y de nuestra idiosincrasia es la evidente manifestación física de la actual paranoia asuncena

Una leyenda urbana local (muy creíble por cierto) afirma que nuestro país fue el refugio de muchos genocidas nazis prófugos que huían de los juicios posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En cuanto a si esto es cierto o no, no puedo afirmar nada, por la sencilla razón de que carezco de pruebas. Lo que sí puedo aseverar con total autoridad es que si vinieran ahora se encontrarían muy a gusto en nuestra querida ciudad de Asunción, pues éstos tendrían un sinfín de refugios donde desaparecer del mundo y ocultar su vergüenza. Cómodos chalets seguros y vigilados abrirían sus puertas para acogerlos.

La seguridad de estos “agradables refugios” pasa de lo protector a lo absurdo. Nuestros hogares se han transformado en bunkers de guerra. Solo para describir todos sus dispositivos de seguridad se debería redactar un manual de uso gordo y pesado como un almanaque. Por lo tanto, es más práctico simplemente describir como estas casas nos dan la “bienvenida”.

Conviene empezar por la medida de seguridad más absurda y difundida. Las calcomanías en las puertas: “vigilancia 24 horas” o “esta casa está protegida por tal empresa”. Estas señalizaciones masificadas seguramente sirven para alertar a algún ladrón estúpido o distraído que no se percató de las patrulleras que rondan las casas portadoras de estas insignias.

Lo más inquietante es que estos escudos de papel adhesivo solo son la punta del iceberg. Existen un sinnúmero de otras advertencias como: “no traspasar, propiedad privada”, “cuidado perro bravo”, “cerco electrificado”, “prohibido el acceso a personas extrañas”, “vecinos en alerta”, etc. Pero como hasta el más ingenuo ciudadano sabe que las señalizaciones en este país nunca son tenidas en cuenta, las respaldan con otras medidas adicionales para garantizar su cumplimiento.


Para que un intruso llegue a leer la famosa calcomanía pegada en la puerta principal, deberá pasar frente a un garito con guardia o policía, instalado en la vereda como celador imperturbable, más armado que Mazinger Z pero más bruto que el Chapulín Colorado. El intrépido lector de esta calcomanía deberá además sortear rejas inmensas y reforzadas, vidrios blindados y altísimas murallas ampliadas con capiteles protegidos con los más surtidos artefactos que van desde botellas curuvicadas (el método más autóctono), pasando por alambres de púa en versión enrollada (al más puro estilo Auschwitz), hasta las más modernas versiones electrificadas con cartelitos de calavera incluidos (esta es la señalética más apropiada para el ladrón analfabeto).

El azaroso trasgresor deberá también correr el riesgo de convertirse en el almuerzo de un hambriento rottweiller o pastor alemán, entrenado para matar, deglutir y digerir a todo ser cuadrúpedo o bípedo que traspase la cerca sin autorización del amo.

Este intruso deberá ser más astuto que Mc Guiver para eludir la media docena de cámaras de seguridad, alarmas, detectores de movimiento, circuitos internos y demás aparatejos de tecnología de punta.

Como si esto no fuera suficiente, el hasta ahora azaroso, valiente, diestro y astuto intruso también corre el riesgo de ser interceptado por una turba de vecinos en alerta (léase podridos de los ladrones) listos para linchar al maleante.

Mirando estos bunkers privados es fácil imaginar lo sufridos que han de llegar los criminales. Seguro que llegan a la casa maltrechos, con parte de su remera en la reja, medio pantalón en la boca del perro y una docena de rasguños evidenciando su penosa odisea por la casa vigilada.

Pero lo peor y más patético de todo esto es que el siempre triunfante ingenio guaraní parece estar siempre del lado del ladrón. Porque a pesar de toda la tecnología millonaria que se instala en los barrios residenciales, a pesar de los pequeños ejércitos que protegen a sus habitantes, a pesar de los carteles, armas, perros, cercos, rejas y demás artilugios, siguen robando, asaltando, matando y secuestrando.

Nuestros maleantes, a pesar de que en la mayoría de los casos ni siquiera han terminado la primaria, a pesar de ser menores de edad, a pesar de que la droga ya les quemó la mitad de las neuronas y en sus ratos libres se creen el Mcal. López, logran envenenar al perro, atar al guardia, desconectar la alarma, engañar al personal y entrar panchamente por la entrada principal.

Por lo tanto, tanta protección es solo un testimonio de la desesperada inseguridad que están viviendo nuestros ciudadanos. Se está gestando un círculo vicioso del cual será muy difícil escapar. La criminalidad lleva al aumento de las medidas de seguridad, esto a su vez lleva a que nuestros bellos y tranquilos barrios se conviertan en víctimas de la progresiva polución visual que significan estas casas atrincheradas con sus garitos y disales (porque en muchas casos los guardias ni siquiera pueden entrar a la casa para usar el baño) y esta nueva costumbre de andar más cautelosos por la vida cuidando nuestras espaldas, trancando nuestras puertas con diez trancas diferentes nos está volviendo seres paranoicos y asustadizos.

El miedo está cambiando nuestra tradicional hospitalidad. Ya no se invita ni agua a los transeúntes para evitar abrir la puerta. Se desconfía hasta del que vende escoba larga. Nos estamos aislando y apartando de nuestros conciudadanos. La pregunta que sobreviene es si podremos en estas circunstancias escapar a la pérdida de nuestras costumbres y valores tradicionales. Sería una lástima que la falta de medidas serias por parte del Estado termine por corroer definitivamente lo poco de hospitalario que queda en nuestra ciudad.

Nuestros hogares pasaron de ser acogedoras guaridas para convertirse en amenazadores bunkers. Los valores de hospitalidad y amabilidad que nos enseñaron nuestros abuelos están siendo desplazados y opacados por el miedo y la desconfianza. En síntesis, nuestras casas ya no invitan... espantan.

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