viernes, 16 de abril de 2010

MOMMY DEAREST: ¡MAMITA QUERIDA!

Juro, arrodillada sobre la tumba de Farrah Fawcett, que por más que sea el día de las madres, la columna de Nicoletta jamás de los jamases se va a poner cursi ni melindrosa. Yo soy así, digo lo que siento y siento lo que digo y por supuesto mi lengua, como bien saben, está finamente depilada, por lo que no me guardo nada a la hora de escribir mi columna.

Ustedes seguramente ya conocen la aberración que me producen todas estas fiestas y celebraciones temáticas que van del Día de los enamorados hasta la Navidad. Las considero fiestas fabricadas con fines comerciales que lo único que hacen es estresarnos más de lo que ya nos estresa Lugo y el EPP. Cuando llegan estas celebraciones no se si mis neuronas entran en cortocircuito o me sopla viento norte. Lo que sí se es que el resultado siempre es el mismo: me trastorno. Me olvido de todo lo que aprendí en mi clase de Kundalini Yoga para controlar mi nivel de stress y exploto como pororó de microondas. En estas celebraciones recomiendo a todos mis amigos y familiares que se mantengan a la larga y hasta he pensado en colgarme un cartelito al cuello que lea: “Cuidado Perra Brava”.

Hoy me toca hablar del Día de las Madres. Como dice la máxima “Madre hay una sola“; y yo digo “¡¡¡POR SUERTE!!!” En el día de las madres tendemos a olvidar que nuestras madres, a quien por supuesto adoramos incondicionalmente, han hecho millonarias a nuestras psicólogas. No podemos negar que en toda relación madre-hija se produce frecuentemente situaciones de amor-odio, aceptación-rechazo, alejamiento-acercamiento que son el pan de cada día de los terapistas del mundo.

Por más que las idolatramos de niñas, llega la adolescencia y se convierten en nuestras enemigas acérrimas. Con el tiempo, cuando crecemos y nos damos cuenta de lo difícil que es ser madre y lo complicado que es crear a un hijo las comprendemos y las valoramos y nos acercamos a ellas. Aún así, todo lo que nos hicieron padecer con sus interminables reproches, plagueos y actitudes tan propias de las madres, dejan su marquita en nuestras vidas.

Convengamos, antes de seguir, que sentimos un amor INCONDICIONAL hacia ellas, que quiere decir, que por más que nos sacan de quicio las amamos sin restricciones con tooodos sus defectos y virtudes. Una vez aclarado esto, vayamos al grano: las cosas que nos vuelven locas de nuestras madres.

Son las reinas de los plagueos: ¡Este es indiscutiblemente el número uno del ranking! Parece que al convertirse en madre una automáticamente se convierte en una plagueona patológica. En cima los plagueos maternos tienen aires de letanía, una vez que empiezan ya no pueden parar y siguen y siguen como el conejito de Duracell, volviéndote loca las 24 horas del día. Empiezan con algo y luego lo van encadenando con otra cosa y otra más hasta formar un chorizo verbal imposible de digerir. Por lo que es muy normal escuchar a las 7:00 am un chorizo como este:

“Ya no vino otra vez la empleada-Seguro que voy a llegar tarde a la oficina porque a la pelotuda de Evanhy se le ocurrió hacer los recapados del centro de día-¡¿Porqué china no trabajan de noche cuando no hay un alma en el centro?!- Y yo más pelotuda que la voté-Pero también le voté al zurdo de Lugo y ese sique es un voto del cual me arrepiento (mientras abre el tetrapack de la leche)-¡Ay me rompí una uña!-¡Miéeeercoles!-Justo ayer me hice las manos-Y vos, ¿no pensás ir a hacerte las manos? Mirá que ya parecen garras y de paso te cortás ese pelo que dentro de poco te van a rezar rosarios porque parecés una virgencita- (Interrumpe para tomar aire)- ¡Juuuulioooooo! Vení a desayunar que vas a llegar tarde al coleeeegio-Y antes de bajar alzá toda tu ropa del piso que no soy tu empleada-Tu hermano es un fresco- Igualito a tu padre tenía que salir y para el colmo mirá que se toma su tiempo-Salió pancho como tu abuela-¡Juliooo, vení ya te digo que se enfría la leche-Ni sueñes que te la voy a recalentar que se descompuso el microondas y el gas está carísimo-Ya sé que en esta casa todos creen que soy la empleada-(Para y mira el reloj con cara de espanto) ¡Dios mío ya son las 7:30! (en realidad son las 7:05) y no vino todavía la empleada- Pero si esa es más pancha que tu hermano y tu abuela juntos-¡Juuuulioooo bajaaaaate caramba que es tardísimo!-Bien que farrear estás siempre listo a tiempo- Y que sea la última vez que me llegás a la una entresemana- Mirá que la próxima te quito el auto-Y vos tomá rápido tu café que no llegamos y pará con la manteca que te engorda-¡Juuuuliooooo! ¿Vas a venir o vas a esperar que te pase a buscar el avión presidencial?-Es que en esta casa nadie me escucha-¡Parece que hablo a la pared!”


La verdad es que nadie las escucha. Esos plagueos habituales de las madres generan en sus receptores una habilidad increíble para abstraerse, pensar en prados, mariposas y George Clooney y poner en off a nuestros oídos. El problema es que ellas no se dan cuenta y se siguen plagueando.


Son las sargentas del hogar: Como están acostumbradas a que se las ignore (evidentemente con justo motivo ya que sus plagueos ya nos tienen saturados) tienen la costumbre de gritar todo el día como si fuera que así le vamos a hacer caso. Ellas no entienden que nuestros oídos están en off y que estamos pensando en George Clooney. Nos llaman a los gritos todo el día, por más que estemos frente a sus narices (probablemente creen que estamos sordas). Es normal escucharlas gritar a todo pulmón: “Josefiiiinaaaaa! Dejá ese aparatito (ya sea la tele, la computadora, el celular o el ipod) y vení a almorzaaaaar”. Así nos encontramos respondiendo (a los gritos también) unas 5345 veces x día: “¡Si mamá ya voooy!” Como tienen el hábito de sargentear en el hogar se convierten en unas mandonas insufribles. Todo el tiempo están imponiendo órdenes y estableciendo reglas inquebrantables (salvo para ellas). Su persona engloba en uno al poder legislativo, ejecutivo y judicial. De niños nos obligan a tomar todo el jugo de zanahoria porque hace bien a la vista o a abrigarnos ante el más leve cambio de temperatura. Al crecer nos ponen trabas en las salidas y nos prohíben hacer todas las cosas que ellas hicieron de jóvenes. Y de adultas siguen imponiéndose a la distancia con sus interminables llamados telefónicos.


Son manipuladoras expertas: Como tienen muchas leyes que hacer cumplir son extremadamente arteras a la hora de manipularnos para que hagamos lo que ellas quieren. Por supuesto que cuando somos niños e ingenuos abusan de nuestra inocencia arguyendo las razones más absurdas e ilógicas. En su repertorio de justificaciones abundan frases del tipo: “no te saques los zapatos que te van a crecer los pies”, “Si te rompés el cuello corriendo por la escalera no te vas a poder ir al cumpleaños”, “Si no comés la ensalada se te van a caer los dientes”. Cuando crecemos y adquirimos un poco de lógica sus amenazas y advertencias sufren sutiles cambios del tipo: “Si te aplazás en matemática te voy a llevar a la escuela graduada n° 3564 y vamos a ver si se acuerdan de vos tus compañeros”, “Si me seguís dejando todas las luces prendidas te voy a hacer pagar a vos la cuenta”. Cuando todo falla, tienen sus ases bajo la manga, las elementales y universalmente implementadas frases: “porque yo lo digo” o “porque sí o porque no, y punto”. Al convertirnos en adultos ellas cambian de estrategia y empiezan a adoctrinarte con ejemplos alarmantes que sacan de los noticieros matutinos y de las experiencias de sus amistades, del tipo: “No le vayas que a dejar solos a tus hijos con la niñera, mirá que la sobrina de la amiga de Chichú un día volvió temprano a casa y no estaban, y luego los encontró mendigando por la calle!”


Aman el drama: Siempre encuentran un motivo para preocuparse y sus múltiples preocupaciones tienden a volverlas contradictorias. Seguramente les habrá tocado estar en una situación como esta:

Madre: “¡Porqué no me avisaste que ibas a llegar tarde! Ya estaba a punto de llamar a la policía! Acaso no ves los noticieros. Es que vos luego ni te enterás de las cosas que pasan. Pensé que te secuestraron, que te chocó un borracho, que te acuchillaron! ¿Me podés decir en qué estabas pensando?”

Hija: (Silencio. Se escuchan grillos de fondo)

Madre: “¡Contestame cuando te hablo!”

Hija: ¡Ya te dije mil veces que no te llamé porque se me quedó el celular sin batería!

Madre: “¡No me vayas a contestar chiquilina!”


A veces son más difíciles que entender que la astrofísica. Primero te dicen una cosa y luego otra. Cuando estás flaca te atiborran de comida y vitaminas y cuando finalmente subís de peso empiezan a preocuparse por tu sobrepeso y te ponen a dieta para que no termines desbordada como la tía Marilú que no podía ni levantarse de la cama por obesa. Se preocupan por el sedentarismo de sus hijos y los alientan para que practiquen deportes y luego se quejan de que están todo el día jugando fútbol y no estudian. Cuando se convierten en abuelas empiezan a preocuparse por sus nietitos. Si les retamos somos malas madres porque no les tenemos paciencia y si les hablamos bien se preocupan porque no les ponemos límites.


Ellas lo hacen todo mejor: Se empeñan en compararse con nosotras y demostrarnos que ellas saben más. Todólogas por naturaleza, aman demostrar su inteligencia y sabiduría y chantarnos el popular: “Yo te dije que” o “Si me hubieras hecho caso no te hubiera pasado esto”. En algunos casos no menos frecuentes tienden a querer competir con nosotras a través de reclamos y comparaciones odiosas del tipo:

Madre: No entiendo porqué estás siempre de negro. ¿Se murió alguien acaso?

Hija: Y yo no entiendo porqué te echás encima el arcoíris. ¿Hay alguna fiesta atrasada de carnaval?

Madre: Es que con lo flaca que soy me puedo permitir usar todos los colores que quiero. Hasta el flúor te quedaría lindo si fueras flaca como yo.

Hija: Ya te dije que me gusta el negro y no me gustan los colores.

Madre: Y si seguís comiendo menos te van a gustar.

Por supuesto sus comparaciones no tienen porqué limitarse a situaciones actuales. Sin problema alguno se remontan al pasado con frases del tipo: “Cuando tenía tu edad ya estaba casada y con tres hijos, no entiendo cuanto más vas esperar para casarte”, “En mi época si salías así a la calle te mandaban presa” o “Cuando era joven mi piel parecía de porcelana, es que no nos incinerábamos como morcillas al sol como ustedes.”


Sufren del síndrome de la gallina clueca: Para ellas nunca dejamos de ser sus pollitos indefensos y nos tratan como si el mundo nos fuera a comer al espiedo por el simple acto de salir del gallinero. No dejan de meterse en nuestras vidas, sobreprotegiéndonos hasta la asfixia. Son las que ante la menor mancha sacan un pañuelo y lo mojan con su saliva para limpiarte, la que cuando estás jugando con otros niños te llaman (a los gritos por supuesto) para peinarte los pelos para que no se te caigan sobre la cara, las que si nos engripamos se convencen a sí mismas que tenemos la gripe aviar y se ponen histéricas y las que si llegamos tarde llaman al 911 y cuando volvemos a casa nos encontramos a Mario Bracho reportando sobre nuestra desaparición y probable secuestro. Cuando les reprochamos lo más probable es que nos contesten: “Ya me vas a entender cuando tengas hijos, y espero que ellos salgan como vos para que veas lo que me hacés sufrir.” Seguido de un plagueo interminable en el cual manifestarán lo poco que las valoramos, lo mucho que las hacemos preocuparse, lo gorda que estamos y que no vino la empleada.


Estamos destinadas a convertirnos en ella: Nuestra peor pesadilla es convertirnos en nuestras madres y repetir todas las cosas que odiábamos de ellas al crecer. Cuando alguien (generalmente nuestro peor es nada) nos dice: “te estás volviendo igualita a tu madre”. Por más de que amamos a nuestras madres no lo vemos como un cumplido, más bien lo sentimos como si nos estuvieran diciendo: “¡estás loca como tu madre!” Ahí mismo sentimos una puñalada en el estómago y empezamos a pasar noches en velas preguntándonos si será cierto. Lo más probable es que lo sea. No solo nos unen lazos genéticos sino que somos el producto de su crianza e influencia y estamos destinadas a seguir los patrones que nos impusieron. Como hijas tendemos a criticar mucho a nuestras madres. Sentimos que nos sofocan durante nuestra adolescencia y juventud y juramos ser diferentes al ser madres. Pero al convertirnos en madres ¡zácate! Su fantasma parece poseernos como a la prójima de Linda Blair en “El Exorcista”. Con nuestros hijos aprendemos mucho sobre nosotros mismo y sobre nuestras historias previas con nuestras propias madres. Al tener hijos recién una entiende la envergadura de lo que significa la maternidad. Empezamos a ser menos críticas y en pensar en todo lo que las hicimos sufrir y en las veces que nos habrán querido encerrar en el ropero y salir al patio a tomar un Martini doble para relajarse y no lo hicieron.


Mi único consejo es que les tengan muchísima paciencia a sus madres y les sigan la corriente haciéndoles saber que ellas SIEMPRE tienen la razón para estar en paz y evitar plagueos y reproches. Por más de que a veces nos hieran o nos molesten, no lo hacen intencionalmente. Ellas tienden a estar más estresadas que nosotras y con justo motivo. Recuerden que trabajaron mucho por formarnos y que de seguro hizo todo lo mejor que pudo dentro de sus posibilidades. Al fin y al cabo ellas son las primeras a quien recurrimos para un consejo o un abrazo, ellas nos enseñaron todos nuestros valores, como sentir, como comportarnos y como ser. Nos trajeron al mundo y nos hicieron tal cual somos. La próxima vez que alguien les diga que se parecen a sus madres no se alteren tanto. Sonrían graciosamente con esa misma sonrisa de miss que ponían cuando sus madres les hacían pasar papelones frente a sus amigos y contesten con aplomo: “Gracias”. Y por favor recen, recen mucho para que cuando sus hijas crezcan, ellas también respondan de la misma manera cuando se les acuse de ser igualitas a ustedes…

Pascuas de chocolate

Ya se que para ustedes la Semana Santa es sinónimo de vacaciones. Para mí es mucho pero MUCHÍSIMO más que eso. Espero que no crean que me vaya a poner a hablar de la fe ni de mi grupo de oración a San Antonio. Para mí la Semana Santa es un periodo de recogimiento en el cual me paso ayunando con un solo objetivo: comerme todos los huevos y conejos de chocolate que encuentro en mi camino el domingo de Pascua.

TODO el año me controlo, TODO el año cuido mi silueta, TODO el año sudo como micrero en el spinning, TODO el año me resisto a la intolerable tentación de comer chocolate… porque se que un solo bombón me lleva a 20 y que cada gramito de ese tentador bocado se metabolizará como por arte de magia en un profundo cráter celulítico en mis muslos.

Todas las mujeres sabemos lo importante que es el chocolate en nuestras vidas y lo difícil que es resistirse a esta dulce adicción. Cuando no nos resistimos, cuando nos permitimos una escapada, cuando nos damos el gusto de rendirnos ante este placer inconfesable, nos sentimos inmediatamente en culpa. Castigándonos mentalmente por haber cedido a la tentación como si fuéramos criminales convictos.

Como método de control empezamos a contar calorías mentalmente como auténticas obsesivas compulsivas, y luego calculamos los kilómetros que vamos a tener que caminar para reducir los kilogramos que ganaremos. Se nos encienden todas nuestras neuronas matemáticas para efectuar estos cálculos e inmediatamente nos prometemos cosernos la boca con punto cruz.

Pero luego llega Marzo y el pasillo del súper destinado a nuestra perdición (aquel pasillo lleno de golosinas que siempre evitamos) se expande hasta apropiarse del supermercado entero. Vamos como unas dementes por los pasillos intentando hacer la vista gorda para no engordar, usando toda nuestra fuerza de voluntad para llegar a la góndola light, o a la sección de frutas y verduras evitando todos esos obstáculos tentadores que aparecen en nuestro camino. Es un HORROR…. Una tortuuura!!!

Yo se que muchas de ustedes son tan regias que logran resistirse. Pero yo no. Debo admitir que soy débil y la tentación me supera y en marzo no logro salir invicta del súper. Mi compra habitual de lechuguitas, tomatitos, pan integral y yogures descremados termina siendo sustituida por huevitos, huevotes y mega huevos reloaded de chocolate.

En Pascua tiro la toalla. En pascua doy rienda suelta a mi adicción al chocolate y sinceramente la disfruto. Me siento como una náufraga rescatada a la que se le presenta un banquete opíparo tras 100 días de dieta de coco y banana. En Pascua me convierto en una chocoadicta orgullosa y renegada que se avalancha como una poseída sobre la góndola de chocolates gritando Aleluuuya!
En Pascua digo: hola, mi nombre es Nicoletta y soy chocohólica. No se si existen centros de rehabilitación para mi adicción, pero ni aunque existieran los pisaría. En Pascua no me importa la celulitis, la gordura, las críticas de mi marido, las miradas de mis amigas, los cierres rotos ni el acné. En Pascua solo quiero chocolate dulce, amargo, blanco, de leche, relleno de menta, cereza, naranja o dulce de leche. En Pascua solo quiero vivir la fantasía de tirarme en una bañera de chocolate fundido y entregarme con placer y sin culpas a mi adicción.

En Pascua me quiero transformar en Neruda y dedicarle una ODA al huevo de Pascua. Quiero transformare en azteca y dedicarle una ofrenda a sus dioses agradeciéndoles por haberles iluminado para inventar el xocolat.

En Pascua quiero comer chocolate sin culpa y ser feliz. Quiero reivindicar todas las veces que me abstuve. Las veces que quise comerlo y no lo hice: cuando tenía antojos, cuando estaba sola, cuando estaba triste, cuando me quería premiar, cuando me sentía obesa y solo quería salir de la dieta, cuando venía Andrés, cuando no venía Juan, cuando me sentía depre, cuando me quería mimar, cuando me sentía incomprendida y cuando solo quería celebrar su existencia en mi paladar.

En Pascua lo saboreo, lo siento derretirse lentamente en mi lengua y luego me relamo los dedos, para no desperdiciar ni un solo gramo. Y lo hago sin pensar en consecuencias, simplemente disfrutando el momento.

Estas Pascuas me voy a entregar a mi pasión. Voy a amar al chocolate como una niña. Y tal vez el lunes tenga un rollito más, me apriete el jeans, me sienta hinchada y rechoncha. Pero eso será el lunes. El domingo, mientras tenga en mi boca un chocolate divino fundiéndose sin culpa, calmando todas mis angustias, reivindicando todas mis abstenciones y rompiendo todos mis controles, me sentiré animada celebrar la vida sin prejuicios olvidándome de reglas y de medidas. El domingo compartiré un chocolate con mis hijas y sonreiré con ellas compartiendo el gusto de saborear un pecaminoso chocolate sin complejos.