Ya se que para ustedes la Semana Santa es sinónimo de vacaciones. Para mí es mucho pero MUCHÍSIMO más que eso. Espero que no crean que me vaya a poner a hablar de la fe ni de mi grupo de oración a San Antonio. Para mí la Semana Santa es un periodo de recogimiento en el cual me paso ayunando con un solo objetivo: comerme todos los huevos y conejos de chocolate que encuentro en mi camino el domingo de Pascua.
TODO el año me controlo, TODO el año cuido mi silueta, TODO el año sudo como micrero en el spinning, TODO el año me resisto a la intolerable tentación de comer chocolate… porque se que un solo bombón me lleva a 20 y que cada gramito de ese tentador bocado se metabolizará como por arte de magia en un profundo cráter celulítico en mis muslos.
Todas las mujeres sabemos lo importante que es el chocolate en nuestras vidas y lo difícil que es resistirse a esta dulce adicción. Cuando no nos resistimos, cuando nos permitimos una escapada, cuando nos damos el gusto de rendirnos ante este placer inconfesable, nos sentimos inmediatamente en culpa. Castigándonos mentalmente por haber cedido a la tentación como si fuéramos criminales convictos.
Como método de control empezamos a contar calorías mentalmente como auténticas obsesivas compulsivas, y luego calculamos los kilómetros que vamos a tener que caminar para reducir los kilogramos que ganaremos. Se nos encienden todas nuestras neuronas matemáticas para efectuar estos cálculos e inmediatamente nos prometemos cosernos la boca con punto cruz.
Pero luego llega Marzo y el pasillo del súper destinado a nuestra perdición (aquel pasillo lleno de golosinas que siempre evitamos) se expande hasta apropiarse del supermercado entero. Vamos como unas dementes por los pasillos intentando hacer la vista gorda para no engordar, usando toda nuestra fuerza de voluntad para llegar a la góndola light, o a la sección de frutas y verduras evitando todos esos obstáculos tentadores que aparecen en nuestro camino. Es un HORROR…. Una tortuuura!!!
Yo se que muchas de ustedes son tan regias que logran resistirse. Pero yo no. Debo admitir que soy débil y la tentación me supera y en marzo no logro salir invicta del súper. Mi compra habitual de lechuguitas, tomatitos, pan integral y yogures descremados termina siendo sustituida por huevitos, huevotes y mega huevos reloaded de chocolate.
En Pascua tiro la toalla. En pascua doy rienda suelta a mi adicción al chocolate y sinceramente la disfruto. Me siento como una náufraga rescatada a la que se le presenta un banquete opíparo tras 100 días de dieta de coco y banana. En Pascua me convierto en una chocoadicta orgullosa y renegada que se avalancha como una poseída sobre la góndola de chocolates gritando Aleluuuya!
En Pascua digo: hola, mi nombre es Nicoletta y soy chocohólica. No se si existen centros de rehabilitación para mi adicción, pero ni aunque existieran los pisaría. En Pascua no me importa la celulitis, la gordura, las críticas de mi marido, las miradas de mis amigas, los cierres rotos ni el acné. En Pascua solo quiero chocolate dulce, amargo, blanco, de leche, relleno de menta, cereza, naranja o dulce de leche. En Pascua solo quiero vivir la fantasía de tirarme en una bañera de chocolate fundido y entregarme con placer y sin culpas a mi adicción.
En Pascua me quiero transformar en Neruda y dedicarle una ODA al huevo de Pascua. Quiero transformare en azteca y dedicarle una ofrenda a sus dioses agradeciéndoles por haberles iluminado para inventar el xocolat.
En Pascua quiero comer chocolate sin culpa y ser feliz. Quiero reivindicar todas las veces que me abstuve. Las veces que quise comerlo y no lo hice: cuando tenía antojos, cuando estaba sola, cuando estaba triste, cuando me quería premiar, cuando me sentía obesa y solo quería salir de la dieta, cuando venía Andrés, cuando no venía Juan, cuando me sentía depre, cuando me quería mimar, cuando me sentía incomprendida y cuando solo quería celebrar su existencia en mi paladar.
En Pascua lo saboreo, lo siento derretirse lentamente en mi lengua y luego me relamo los dedos, para no desperdiciar ni un solo gramo. Y lo hago sin pensar en consecuencias, simplemente disfrutando el momento.
Estas Pascuas me voy a entregar a mi pasión. Voy a amar al chocolate como una niña. Y tal vez el lunes tenga un rollito más, me apriete el jeans, me sienta hinchada y rechoncha. Pero eso será el lunes. El domingo, mientras tenga en mi boca un chocolate divino fundiéndose sin culpa, calmando todas mis angustias, reivindicando todas mis abstenciones y rompiendo todos mis controles, me sentiré animada celebrar la vida sin prejuicios olvidándome de reglas y de medidas. El domingo compartiré un chocolate con mis hijas y sonreiré con ellas compartiendo el gusto de saborear un pecaminoso chocolate sin complejos.
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