Michael Burt plasma en el lienzo los edificios más significativos de nuestra arquitectura, las casas coloniales, iglesias y plazas; las abstrae, aislándolas y embullándolas de color y creando con ellas nostálgicos paisajes oníricos.
Burt estudió arquitectura en Río, pero su verdadero amor siempre fue el arte, motivo por el cual paralelamente tomó cursos de artes plásticas en el Museo de Arte Moderno de Río. Tras varios años de trabajar con éxito como arquitecto, en 1985 se dice a sí mismo: “yo soy pintor” y decide dedicarse de lleno a su vocación pictórica, que ya venía realizando como pasatiempo desde la década del 60. En todos estos años dedicados a la pintura, su obra ha evolucionado notablemente, alcanzando una solida consistencia temática y expresiva.
Indudablemente su formación como arquitecto y los años que se desempeñó como profesor de Historia de la Arquitectura en la UNA, haciendo numerosos viajes al interior para recorrer con sus alumnos las misiones y los pueblos del interior, han dejado una profunda huella en su obra. En ella los paisajes se presentan como arquetipos poetizados en los que toman relevancia las formas arquitectónicas. Josefina Plá, analizando las pinturas de Burt con su usual perspicacia, afirmaba que: “Esos edificios no son, no han sido nunca, quizá; pero todos pudieron ser; están no sólo dentro del estilo de una época, sino dentro de su alma.”
Iglesia
Burt define a su obra como “pintura metafísica”; afirmando que sus grandes influencias fueron De Chirico y Edward Hopper. Característicos de su composición son los vibrantes colores contrastados, los espacios esquematizados y las perspectivas alteradas. Todos estos elementos convergen magníficamente en sus lienzos, en la forma de pueblos encantados por el color, absortos en melancolía y eternizados en el tiempo. Michael Burt traslada a un plano metafísico aquellos fragmentos característicos de nuestra arquitectura condenada por el tiempo, el olvido, la ignorancia y la indiferencia. Así el artista logra redimirlos del abandono, protegiéndolos en un no-tiempo donde no les alcanza el certero deterioro al cual están expuestos en nuestro mundo.
La Catedral
La ausencia de la figura humana en sus ciudades es una particularidad recurrente en sus cuadros. Al sacar al hombre desentraña su esencia. Así el pueblo queda como vestigio del hombre que lo habita y se genera, en la ausencia humana, la alegoría de la ciudad abandonada. La ciudad sin su creador adquiere tintes imposibles, convirtiéndose en un universo de ausencias, en un reflejo espectral de sí misma.
Iglesia
Pocos artistas logran crear una atmósfera tan contundente y nítida, como lo hace Burt. Su obra adquiere tintes expresionistas gracias al color y a la inquietante sensación que producen sus silenciosos pueblos, ajenos a la presencia humana, como si estuviesen atrapados en el tiempo/espacio, olvidados por el hombre que los sueña. Un claro ejemplo es su óleo “La Misión” (1973), en el cual con tonos azules recreó un quieto pueblo nocturno, sobre el cual una iglesia jesuítica se impone majestuosa, como velándolo. El color y el estatismo de esta obra remiten inmediatamente a la nostalgia. Del pueblo dormido emerge incontenible el elemento expresivo que nos habla de silencios, de abandonos y de ausencias.
La Misión (1973)
Los recursos pictóricos de Michael se conjugan para transmitir un mensaje silencioso pero patente de reivindicación de nuestro patrimonio arquitectónico, tantas veces vejado y desatendido. Como bien lo pone Ticio Escobar en una crítica publicada en 1997: “Reconstruidas en registro pictórico, o gráfico, las casas de Michael devienen figuras ideales rescatadas del olvido o la picota.”
En sus lienzos Michael Burt rescata las construcciones coloniales, convirtiéndolas en arquetipos encantados en los cuales subyace la mirada reflexiva y profunda de un alma conmovida.
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