Cada día escuchamos hablar más y más de los “metrosexuales”, aquellos hombres que sienten una gran preocupación por su imagen, invirtiendo en cosméticos, tratamientos estéticos y ropa de diseñador y que están al tanto de todas las últimas tendencias de la moda.
Para el típico macho latino, los metrosexuales están a un centímetro de ser gay; pero la realidad es, que la preocupación por la imagen personal no tiene nada que ver con la orientación sexual y mucho que ver con la importancia que tiene la buena presencia en los ámbitos laborales y sociales.
Si bien esta es una palabra de acuñación reciente, inventada en 1994 por el periodista inglés Mark Simpson para referirse al “nuevo hombre” del siglo XXI, la preocupación del hombre por su apariencia personal no es nada reciente. El término metrosexual no es más que una nueva denominación para referirse a aquellos hombres que antes se denominaban dandis.
El cuidado de los hombres por su apariencia y el empleo de cosméticos y maquillajes tienen su origen en la evolución misma. La madre naturaleza eligió dotar a las especies masculinas con colores más llamativos que las especies femeninas. Este hecho tiene sus motivos en los rituales de apareamiento de las especies, en los cuales mientras más sobresalía el macho, mayor chance tenía de atraer a una compañera para reproducirse. Como siempre, los primeros hombres, inspirados en la naturaleza, utilizaron el maquillaje corporal, vistosas plumas y diversos tipos de ornamentos para diferenciarse y atraer a las mujeres.
Los cosméticos han sido empleados por los hombres desde la antigüedad. Los primeros hombres utilizaban diversos pigmentos de origen orgánico para pintar sus cuerpos, rostros y cabello.
Etimológicamente la palabra cosméticos viene del vocablo latino cosmetae, nombre dado a los esclavos romanos que cumplían la función de asear y adornar a sus amos. Los griegos utilizaban la palabra kosmein, que significaba decorar, maquillar y cuidar para crear una harmonía entre el cuerpo y la mente. Para los filosóficos griegos, el aseo y el cuidado de la apariencia personal eran fundamentales no solo para embellecer al cuerpo sino también para estar en harmonía con el mismo y alcanzar la felicidad.
Desde épocas tan remotas como el 10,000 a.C. los hombres ya acostumbraban usar fragancias y ungüentos aromáticos para suavizar y perfumar su piel en su ritual de aseo diario. El uso de aceites para conservar la humedad de la piel e impedir su desecación surgió en los climas desérticos y calurosos. Desde el 7000 al 4000 a.C. los hombres neolíticos utilizaban aceites grasos de oliva y sésamo, combinados con plantas aromáticas en los ungüentos destinados al cuidado de la piel masculina.
Entre los asirios, antiguos habitantes de Irak, existía una fascinación por la cabellera. Los hombres tenían la curiosa costumbre de rizar sus largas barbas. Los hombres también acostumbraban rizar, peinar y teñir sus cabellos. Incluso se establecía por ley que tipo de peinado se debía lucir según la posición y el cargo de cada persona. La calvicie total o parcial era considerada como un defecto antiestético y se ocultaba con elaboradas pelucas. Los hombres egipcios también usaban elaboradas pelucas que variaban según su posición social.
Hacia el 3000 a.C. los egipcios ya importaban grandes cantidades de Mirra y otras especias y plantas aromáticas empleadas para cosméticos, perfumes y ungüentos utilizados tanto por hombres y mujeres. De hecho, para los hombres egipcios el aseo y cuidado personal eran partes inherentes de la higiene y la salud. Empleaban cremas y aceites para cuidar su piel y protegerla contra el abrasivo sol y secos vientos egipcios. Los cosméticos egipcios incluían diversos ingredientes, entre los que podemos citar: mirra, manzanilla, mejorana, tomillo, lavanda, liliáceas, menta, romero, cedro, rosa, aloe y aceites de oliva, sésamo y almendras.
En el mundo antiguo se creía que los genitales de los animales jóvenes podían retrasar el envejecimiento y restaurar el vigor sexual. Destacaba un preparado hecho con partes iguales de falo de buey y vulva de ternera debidamente secados y molidos.
Tanto las mujeres como los hombres babilonios y egipcios tenían la costumbre de utilizar kohl, una mezcla preparada con polvo de antimonio, almendras quemadas, óxido negro de cobre y ocre, para delinear sus ojos. En este caso, este delineador negro se utilizaba como protección contra los rayos solares e infecciones en los ojos. Los egipcios no solo maquillaban sus ojos, también usaban un barro rojizo llamado ocre mezclado con agua, para colorear sus mejillas, labios y uñas. Los egipcios más elegantes tenían la costumbre de embellecer sus ojos con polvos brillantes que obtenían moliendo los caparazones iridiscentes de ciertos escarabajos y malaquita finamente triturada. Los hombres guardaban sus maquillajes en cajitas especiales, y a diferencia de las mujeres, quienes acostumbraban llevar sus cosméticos a fiestas colocándolos bajo sus sillas, los hombres no tenían llevaban sus cajitas con cosméticos con ellos.
Los varones egipcios eran muy vanidosos, tanto en la vida como en la muerte. Atiborraban sus tumbas con una copiosa provisión de cosméticos para la vida del más allá. De hecho, cuando se descubrió la tumba del rey Tutankhamon, que gobernó hacia 1350 a.C., se descubrieron varias jarritas de cremas para la piel, color para los labios y colorete para las mejillas, productos que todavía eran utilizables y que conservaban sus respectivas fragancias.
Alejandro el Grande, el gran conquistador macedonio, tras sus largos viajes por Asia, se hizo adepto de las cremas, ungüentos aromáticos y maquillajes ampliamente difundidos en los territorios conquistados por su ejército. Incluso llegó a enviar a Atenas muestras de las plantas con las que se elaboraban los cosméticos asiáticos, para crear un jardín botánico destinado a proveer a los atenienses de productos para el cuidado de la piel, aseo personal y maquillaje.
Los hábitos de cuidado personal masculino, incluyendo el uso de maquillaje, eran tan importantes que hicieron florecer el comercio de especies. Desde Yemen los comerciantes persas traían al Mediterráneo mirra e incienso. Las rutas comerciales pululaban con rosas, narcisos, azafrán, musgo, canela, cardamomo, pimienta, nuez moscada, jengibre, aloe y resinas empleadas en cremas para la piel y maquillajes.
Al conquistar Egipto, los hedonistas romanos emularon la costumbre egipcia del maquillaje masculino, llevándola a nuevas proporciones. No solo empezaron a delinear sus ojos con kohl, también usaban tiza para aclarar su piel y pigmentos rojos para dar rubor a sus mejillas. También tenían la costumbre de tratar el acné con harina de cebada, limpiar sus dientes con piedra pómez y utilizar grasa de oveja mezclada con sangre ovina para pintar sus uñas de rojo. Pero su aporte más bizarro a la cosmética fue la introducción de los baños de barro y excremento de cocodrilo para suavizar la piel.
Los griegos fueron los primeros en promover la educación física con fines no militares. Los atenienses creían en el desarrollo simétrico del cuerpo y enfatizaban la belleza corporal tanto como el desarrollo intelectual del hombre. Veían el deporte y la gimnasia como un instrumento para alcanzar el equilibrio entre lo físico y lo espiritual, siguiendo el lema de “una mente sana en un cuerpo sano.” De hecho la palabra gimnasia es un vocablo de origen griego, pues fueron los griegos los primeros en desarrollar esta disciplina.
Los griegos fueron los primeros en construir gimnasios, donde además de los cuartos destinados a la práctica de diversas actividades físicas, incluían cuartos para el baño en aceite y el enarenado de los cuerpos y estancas de baños que ofrecían baños de vapor y piscinas frías, templadas y calientes. Los romanos, siguiendo el ejemplo helénico, construyeron estancias similares a las cuales llamaron termas, donde no solo se realizaban actos de limpieza y relajación, sino también cuidados corporales con aguas curativas, prácticas deportivas y masajes con diferentes esencias y aceites. Los romanos se volvieron tan adeptos a los baños termales, que se empezaron a construir monumentales termas públicas en diversas ciudades, que se convirtieron en centros de reunión de los ciudadanos romanos.
Aparte del cuidado del cuerpo, en general los griegos preferían mantenerse naturales. Solo prestaban especial atención a sus cabellos, adoptando peinados elaborados con gran complicación y perfumados con profusión, con la finalidad de distinguirse de los bárbaros del Norte, quienes huían del lavado y del cepillo y lucían cabellos muy desaliñados y sucios. Como los cabellos blondos eran muy estimados, acostumbraban aclarar sus cabellos con jabones especiales procedentes de Fenicia.
A la par que los griegos, los romanos también tenían la costumbre de teñir sus cabellos de rubio. Este color de pelo era asociado a la juventud y a la belleza. Para teñirse utilizaba el jabón cáustico spuma cáustica o un preparado compuesto de harina amarilla, polen y oro en polvo. Pero estas tinturas, principalmente el jabón cáustico, tenía un efecto secundario: la caída del pelo. Como en Roma se daba mucha importancia a la cabellera, la calvicie era considerada un deshonor. Debido a esto muchos romanos empezaron a usar peluquines llamados capillamentum. Otra curiosa costumbre romana era el uso de pelucas rubias (confeccionadas con cabellos de mujeres bárbaras de las tribus germánicas) por parte de los romanos que frecuentaban a las prostitutas. Los hombres las usaban para hacer saber a las prostitutas que estaban buscando una noche de placer. Incluso el más detestado emperador romano, Calígula, llevaba una peluca rubia cuando por las noches visitaba los burdeles romanos.
Las normas sociales romanas exigían llevar los cabellos siempre bien cuidados, y la negligencia en este aspecto era despreciada incluso con insultos abiertos. Los cónsules y senadores ancianos se esforzaban por ocultar sus canas, valiéndose de tintes oscuros obtenidos hirviendo cáscara de castaña y puerros. Algunos hombres también se aplicaban por las noches una pasta hecha de hierbas y lombrices de tierra para evitar las canas. Contra la caída del pelo utilizaban un ungüento de arándanos triturados con grasa de oso.
No todas las sociedades eran partidarias de los cabellos rubios o castaños. Los sajones tenían la curiosa costumbre de teñir sus cabellos y barbas de azul, rojo, verde o naranja. Los galos preferían los tonos rojizos.
Los varones griegos y romanos compartían la costumbre de depilar el vello indeseado de sus cuerpos. El emperador romano Heliogábalo tenía la costumbre de depilar absolutamente todo su cuerpo. Un popular agente depilador greco romano era el oropimente, utilizado para eliminar el vello corporal. Este era muy nocivo ya que su ingrediente activo era un compuesto arsenical.
En la Edad Media, la influencia de la iglesia católica ocasionó la disminución del uso de cosméticos, que eran vistos como signos de la vanidad. Solo sobrevivieron muy pocas costumbres. Si bien los hombres dejaron de usar maquillaje, siguieron haciendo de todo para evitar las canas. Como no era bien visto teñirse, atribuían el cambio en la coloración de su cabellera al uso de peines de plomo. La realidad era que se teñían a escondidas ya que estos peines no acarreaban cambio alguno en la coloración. De hecho, en esa época, decir que alguien se peinaba con peine de plomo era un eufemismo para indicar que se teñía las canas.
Durante el reinado de Isabel I de Inglaterra se vio un resurgir en los cuidados cosméticos y maquillajes masculinos. Los ingleses isabelinos lavaban sus cabellos con romero para evitar la caída y utilizaban salvia para blanquear sus dientes. Para el cuidado de la piel empleaban ungüentos de flores de sauco, baños en vino y una máscara de miel y huevos para quitar las arrugas.
En cuanto a lo puramente ornamental la tendencia estética era tener la piel muy pálida. Para lograrlo se usaba una base de plomo y arsénico que podía incluso ocasionar la muerte. Para contrastar la palidez coloreaban sus labios y mejillas con rouge, dándoles un aspecto un tanto payasesco. Ser pelirrojos como la reina estaba de moda, por lo que los nobles empezaron a teñirse en tonos rojizos y naranjados. Como los tintes que usaban seguían siendo muy dañinos, terminaban perdiendo su cabellera, lo cual solucionaban usando largas pelucas, también en tonos cobrizos.
En la Francia del siglo XVI se puso de moda tanto en hombres como mujeres, empolvarse los cabellos y las pelucas con harina de trigo blanqueada e intensamente perfumada. Esta costumbre se difundió rápidamente por toda Europa. Incluso el Parlamento Inglés, aprovechando el auge de esta moda, creó un impuesto sobre el producto calculando que los ingresos llegarían a un cuarto de millón de libras al año. Pero el cambio de la moda le jugó en contra y no se logró la recaudación prevista.
A lo largo de los siglos XVIII y XIX, los hombres continuaron embelleciéndose y cuidando su piel con cremas. En esta época, hace su aparición los dandis ingleses: hombres excesivamente elegantes y refinados, con gustos rebuscados, que seguían la moda y cultivaban su belleza personal. Baudelaire escribió que “un dandi no debía tener ninguna otra profesión que la elegancia, ningún otro estado que aquel de cultivar la idea de belleza en su propia persona. Un dandy debe aspirar a ser sublime sin interrupciones, debe vivir y dormir frente a un espejo”.
Sin duda alguna, el dandi más famoso fue Georges Brummell, también conocido como Beau Brummell (el bello Brummell), quien fuera árbitro de la elegancia en la corte inglesa del Rey Jorge IV. De él se decía que tomaba 5 horas en vestirse y que se bañaba diariamente, como Cleopatra, en una bañera llena de leche. Para lustrar sus botas usaba champagne y dilapidó su fortuna en ropas y lujos, terminando sus días en la miseria absoluta. Incapaz de vivir sino como un príncipe, dejó de vestirse, bañarse y afeitarse y enloqueció, representando cada noche en el mísero cuarto de la pensión en la que vivía, simulacros de las grandes cenas que había vivido.
A inicios del siglo XX los productos para el cuidado de la piel masculina empezaron nuevamente a ganar popularidad. En el año 1911, la empresa de Hamburgo Beiersdorf, produce una crema hidratante y nutritiva a la cual llamaron Nivea y que se convirtió en un éxito comercial utilizado para curar la piel de paspaduras y sequedad y que fue utilizada y sigue siendo utilizada en su formulación original tanto por hombres como por mujeres. A partir de 1986, la marca Nivea introdujo la línea Nivea For Men con una variedad de productos destinados específicamente para el público masculino.
A finales de los años 90 se produjo el boom de los productos cosméticos masculinos a la par que el surgimiento del vocablo metrosexual, creado por el escritor y periodista británico Mark Simpson en un análisis que hiciera sobre los efectos del consumismo en la identidad masculina.
Actualmente prestigiosas empresas cosméticas como Biotherm, Clinique, Decleor, L’Occitane, Dove y Neutrogena solo por citar algunas han creado líneas de productos destinados a los hombres. Lo mismo ha ocurrido con cosméticos de marcas de diseñadores como Armani, Yves Saint Laurent, Tom Ford, Dolce & Gabbana, Givenchy, Carolina Herrera, Christian Dior, Gucci, Calvin Klein, etc.
La antigua preocupación del hombre por su apariencia ha resurgido en la sociedad moderna. Así como los egipcios, los griegos y los romanos, el hombre actual quiere verse bien. Este deseo como habrán comprobado tras leer estas líneas, no tiene nada de nuevo, es simplemente un nuevo resurgir de la preocupación que los hombres siempre han tenido por su imagen personal y el cuidado de su cuerpo y apariencia. El metrosexual no es una invención del siglo XXI, es el producto de años de acicalamiento en las filas masculinas. Tal vez la única diferencia entre un metrosexual moderno y un proto-metrosexual sea que para verse bien, el metrosexual ya no tiene que bañarse en excremento de cocodrilo, simplemente tiene que ir a la farmacia o perfumería a comprarse una coqueta cremita. ¡Que suerte la suya de haber nacido en este siglo!
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