viernes, 8 de octubre de 2010

ROSSINI: UNA DELICIOSA SINFONÍA


El apetito es la batuta que dirige la gran orquesta de nuestras pasiones.”
Gioacchino Rossini

Gioacchino Antonio Rossini nació en Pesaro, Italia en 1792 y transcurrió sus días creando las más bellas melodías. Su enorme talento y genialidad se hicieron patentes desde temprano. Compuso su primera ópera a los 14, estrenando la primera en Venecia cuando contaba con solo 18 años. Las magníficas óperas que compuso en el transcurso de su vida le ganaron éxito y fortuna.

Sin embargo la música no era lo único que apasionaba a Rossini. Tras sus exitosas óperas “El Barbero de Sevilla”, “Otelo” (1816) y sobre todo “Guillermo Tell” (1829), Rossini que por entonces contaba con solo 38 años y ya había compuesto alrededor de 39 óperas, así como numerosos himnos, cantatas y obras religiosas con las que había alcanzado la fama internacional, decide darse a sí mismo una especie de jubilación anticipada, para dedicarse a disfrutar de los placeres de la vida y sobretodo a otra de sus grandes pasiones: la gastronomía. ¡No en vano tantos restaurantes y platos llevan su nombre!

Al llegar a Paris por primera vez en 1823 le precedió la fama de su genio, lo que le permitió codearse con los nobles e intelectuales franceses como Anthelme Brillat-Savarin, Alejandro Dumas, entre otros.  En este ambiente conoció a quien se convertiría en su gran amigo: Antoine Carême, el famoso cocinero y gastrónomo francés, quien tras haber trabajado para los personajes más influyentes de la época, dirigía por ese entonces las cocinas de los Rotschild, donde conoció al compositor, ya que cada vez que este último era invitado a cenar a esta casa, lo primero que hacía era dirigirse a la cocina para saludar al chef y robarle algunas recetas y consejos gastronómicos. Mediante estos encuentros se fue forjando una gran amistad, que duraría años, hasta el regreso de Rossini a Italia. Pero ni la distancia logró cortar la amistad. Un ejemplo de esto ocurrió cuando Carême le envió un paté de faisán trufado a Bolonia para el disfrute de su gran amigo, con una sencilla nota: “De Carême a Rossini”. El maestro no se quedó atrás, respondiendo a este detalle componiéndole una pieza musical titulada “De Rossini a Carême”.

Anteriormente en Francia solo se conocían los macarrones dulces de pasta de almendras, introducidos por los cocineros de Catalina de Medicis. Seguramente fue gracias a Rossini, quien no dudaba en dar detalladas indicaciones a los maîtres sobre la manera en que prefería que se le preparasen los platos y que además amaba los macarrones en su versión de pasta salada, que durante su estadía en Francia se acabasen popularizándolos allí.

Rossini, además de tener un paladar exquisito, se destacaba como cocinero. Uno de sus platos preferidos eran los macarrones a los que tras cocer la pasta, y una vez que los macarrones quedasen suficientemente grandes, casi como canelones, les inyectaba foie gras con una jeringa y los volvía a poner a calentar al horno. Otro de los platos que acostumbraba cocinar era paté de pollo con cangrejos  a la manteca.

Además de los macarrones, Rossini tenía otra gran debilidad: las trufas. Por este motivo, la mayor parte de los platos que llevan su nombre son generalmente a base de trufa. Según Burton Anderson, autor del libro “Treasures of the Italian Table”,  Rossini prefirió siempre los Tartufi bianchi d’Alba o trufas blancas de su tierra natal, por encima de la trufa negra, más común en la gastronomía francesa. Cuentan además que en su vida lloró únicamente dos veces: cuando murió su padre, y cuando se le cayó por la borda del barco un pavo trufado. Esta situación es comprensible teniendo en cuenta que para el Maestro la trufa blanca era “el Mozart de los hongos”, por su sabor intenso y glorioso aroma.

Aparte de cocinar, a Rossini le encantaba recibir invitados en su casa y compartir con ellos veladas musicales rematadas en opíparas cenas. Cada semana agasajaba a sus selectos invitados  con sus “sábados musicales”, reuniones a las que invitaba a cenar a dieciséis personas a su casa, las cuales debían asistir vestidos de gala. El compositor ponía especial esmero en atender a sus invitados, no solo sirviéndoles exquisiteces culinarias, sino también prestando atención a la vajilla y decoración de la mesa. A estas reuniones asistían verdaderas eminencias de la época como: Verdi, el príncipe Poniatowski, Alejandro Dumas, el Barón Rothschild, el Barón Haussmann, Franz Liszt, Gustave Doré, entre otros.

Explica su biógrafo Francis Toye en su libro “Rossini, el Hombre y su Música” que “En términos generales los alimentos muy condimentados no eran de su predilección. Le interesaban, más bien productos sencillos pero genuinos. Rossini, como Debussy, era un epicúreo; no un glotón como Brahms.” Como buen gastrónomo de gusto cosmopolita se hacía traer aceitunas de Ascoli, trufas italianas, panettone de Milán, stracchini de Lombardía, zampones de Módena, mortadela y cappelli del prete de Italia, jamón de Sevilla, quesos Stilton de Inglaterra, nougat de Marsella y sardinas royal.

Rossini, además de por sus pasión por la música y la gastronomía, también era conocido por su gran sentido del humor. Al respecto Radicciotti, su biógrafo, recogió varias anécdotas muy graciosas en su biografía del compositor, dos de las cuales compartimos en estas páginas:

Una vez, Rossini ganó en una apuesta un pavo trufado; pero el perdedor evitaba pagar la apuesta. El compositor lo fue a ver un día y le dijo:
–Ese famoso pavo, ¿cuándo se come?
–Sabe, Maestro, no es todavía la estación de las trufas de primera calidad.
– ¡Que no, que no! Eso es una falsa noticia que difunden los pavos para no hacerse rellenar.

En 1864, el Barón Rothschild le mandó como regalo unos racimos de las uvas de sus invernaderos, y recibió esta respuesta:
– ¡Gracias! Su uva es excelente, pero no me gusta mucho el vino en pastillas.
El Barón entendió la indirecta, y le gustó tanto este divertido comentario, que hizo mandar en seguida al Maestro una barrica de su mejor Chateau-Lafitte.

Según destaca Toye, el compositor “se tomaba la molestia de conseguir buenos vinos de todo el mundo, incluyendo los de países tan improbables como Perú. En sus años de madurez se mostraba desvergonzadamente orgulloso de su cava.” Y esto no era en vano, visto que la misma contenía botellas de su propio viñedo de las Islas Canarias, de Burdeos, vino blanco de Johannesburgo que Metternich le enviaba a Málaga, botellas de Marsala, así como Madeira y Oporto que le enviaba su gran admirador, el rey de Portugal.

El gran maestro se dio cuenta pronto de la excelente combinación que hacen la música y la buena mesa y disfrutó en su vida de una sinfonía con ambas. Rossini no sólo fue uno de los más grandes compositores de la historia, sino también un refinado gastrónomo. Si no hubiera sido opacado por su talento musical, sin duda hubiera sido considerado uno de los más grandes gastrónomos del siglo XIX. Queda claro que a Rossini no solo le debemos sus bellas composiciones, sino también algunos de los platos más exquisitos del repertorio culinario europeo.

RECETAS DE ROSSINI:

CANELONES ROSINNI
El relleno de carne se debe hacer salteándola con foie fresco, en una proporción de un 20 por ciento de la carne, algo de trufa y dos gotas de vino dulce. La bechamel se ha de hacer aprovechando la grasa que queda en la sartén tras saltear la carne picada, el foie y la trufa. Ya con los canelones en el horno, con el parmesano rallado por encima, a medio tiempo, espolvorearemos por encima un poco de ralladura de trufa.

TOURNEDÓS ROSSINI
Se fríen unas rodajas de pan. Los tournedós, gruesos de al menos dos dedos, se saltean en mantequilla (opcional en aceite). En la misma sartén se calientan unas láminas de trufa negra. Se saltean brevemente tantos escalopes de foie gras fresco como tournedós queramos servir; los "restos" que quedan en la sartén salteados se disuelven (“desglasan”) con un vino ligeramente dulce (Rossini utilizó Madeira, pero se puede hacer con un moscatel), y se deja reducir un poco. Se monta un tournedó sobre cada pan frito, y encima se coloca un escalope de foie gras ya salteado –un dedo de grueso o algo menos– y encima se ponen tres buenas láminas de trufa negra. Finalmente, se rocían con el desglasado, y se sirven. 

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