Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, mejor conocido como Pablo Neruda, nació el 12 Julio, de 1904, en la ciudad de Parral, Chile. Fue galardonado con el premio Nóbel de Literatura en 1971 y es considerado por muchos como uno de los poetas más importantes del siglo XX. En la vida y obra de este gran poeta conviven la poesía con la voluptuosidad de la cocina.
Solo un sibarita como él podría dedicarle odas tan aduladoras a la comida. Al leer sus versos uno siente el espíritu goloso que guiaba su pluma. Neruda era una especie de cocinero de palabras que cocinaba sin receta, condimentando sus versos con los ingredientes más sencillos, hasta impregnarlos de profundos aromas, revelándonos intensos sabores que alimentan al alma.
Pablo Neruda disfrutaba enormemente de la comida, desde el plato más sencillo hasta el más sofisticado, por supuesto siempre acompañados de un buen vino. Sabía rodearse de sabores, texturas y aromas para agasajar tanto a su exigente estómago como a sus invitados y amigos.
El propio Neruda se describió a sí mismo diciendo: “Por mi parte, soy o creo ser… creciente de abdomen… amigo de mis amigos… investigador de mercados… monumental de apetito.”
Al leer a Neruda uno no puede más que preguntarse si estaba escribiendo algo profundo con significados escondidos, o si estaba escribiendo solamente sobre las cosas sencillas de la vida. En sus “Odas elementales”, Neruda precisó que solamente quería escribir sobre los objetos más simples que existen. A su editor explicó que quiso colocarse en la situación del niño a quien el maestro le pide que redacte un texto sobre un tema determinado y escribir como un escolar acerca de todo lo cotidiano: el pan, el fuego, el aceite…y por supuesto, el delicioso Caldillo de Congrio, donde “se calientan las esencias de Chile”.
Apelando a los sentidos, celebra poéticamente lo cotidiano al enaltecer al placer de degustar los sencillos productos comestibles que se acercan cada día a nuestra mesa. En sus odas, canta a la cebolla, al tomate, a la sandía, a la manzana, a la papa y al caldillo de congrio. En esta última, la oda toma forma de receta, celebrando este tradicional plato chileno donde están “recién casados los sabores del mar y de la tierra para que en ese plato tú conozcas el cielo”. A diferencia del plato típico chileno, la variante del caldillo nerudiano lleva camarones y crema, como lo preparaba su gran amor Matilde Urrutia.
En toda su obra poética abundan las referencias culinarias. Incluso en su discurso de aceptación del premio Nobel de la Literatura, compara al poeta con un panadero, expresando que “el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree Dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria.”
Pero su obra más estrechamente ligada a la gastronomía fue el libro “Comiendo en Hungría”, que publicó en 1969 en colaboración con otro premio Nobel, Miguel Ángel Asturias, una colección de poemas, prosas poéticas y textos sobre la comida húngara. Según Neruda, Hungría los motivó a emprender este recorrido culinario porque: “por el corredor de Europa pasaron guerras e invasores, pero también condimentos y fragancias. Todo quedó en la cocina húngara mezclando en las ollas y en las calderas nómadas el jengibre y la páprika, el eneldo y el ajo… Las especias de todas la tierra entran en estas ollas generosas y los húngaros saben que convivir es concomer.”
En este libro, Neruda explica con humor el origen de las sopas escribiendo: “Internarse en el mundo de las sopas es seguir los pasos de aquel que, temeroso de morir de sed, buscaba el líquido y ya frente a éste, reflexionando que podría morir de hambre, corría hacia el sólido sustento…. Para resolver el problema cortó por lo sano e hizo una mezcla líquido-sólida, para comer y beber al mismo tiempo, o beber y comer, el orden no altera la sopa, nacida de los dos grandes temores ancestrales del hombre. El hambre y la sed”.
Neruda era un gran anfitrión. Le encantaba estar rodeado de amigos y recibía muchas visitas en su casa. En su mesa de Isla Negra reinaba un ambiente divertido y espontáneo. Esta casa fue construida y decorada como un barco con enormes ventanales al mar. En comedor, que era el núcleo de la casa, Neruda siempre ocupaba la misma silla, como correspondía al capitán del barco. Desde su sitio habitual, tomando vinito en copas de colores que según él le daban otro sabor, se explayaba largamente recordando a sus amigos, contando anécdotas, compartiendo alegremente con sus comensales. Las reuniones que compartía con sus amigos eran siempre entretenidas. Neruda disfrutaba de sorprenderlos, recibiéndolos disfrazado o recitando disparatados poemas que escribía especialmente para hacer reír a sus invitados. Parafraseándolo podríamos decir que su mesa era un lugar donde se aprendía a comer, a beber, a cantar… una mesa feliz.
Matilde Urrutia, su tercera mujer era una gran cocinera que se dedicaba a complacer el gran apetito de su marido. El poeta prefería pescados al horno y guisos de carne vacuna. En su casa nunca faltaba el cebiche, los estofados y las ensaladas frescas, en especial la de berros que era su favorita. Amaba las aceitunas así como el queso mantecoso y los duraznos. Los viajes que hizo por el mundo como embajador chileno lo convirtieron en un verdadero gourmet, conocedor de licores y especialista en buenos vinos. En la embajada prefería servir platos criollos. Solía agasajar a sus invitados con empanadas y vino que era servido directamente de un gran barril.
Una de las cosas que más le gustaba era oficiar de barman. Sus residencias siempre estaban bien provistas de licores con los que preparaba peligrosos tragos para sus invitados. En la Embajada Chilena en París había acondicionado un bar estilo Belle époque. Detrás de la barra, llevando un delantal azúl y una gorra gris, Neruda atendía a su “clientela habitual” con ojos chispeantes. Entre sus más recordados se encuentra el “coquetelón”, que llevaba una medida de cointreau, una de coñac y dos de jugo de naranja, servido en copa alta y terminado con champagne.
Cuentan sus amigos que verlo comer era un hermoso espectáculo. Comía con concentración y placer, entregándose al plato como un niño ante su platillo favorito. Comía con tanto gusto que daba la impresión que la vida valía la pena de ser vivida, de que alcanzar la felicidad era posible y que el secreto chisporroteaba en un sencillo sartén.
En el mar tormentoso de Chile vive el rosado congrio, gigante anguila de nevada carne. Y en las ollas chilenas, en la costa, nació el caldillo grávido y suculento, provechoso. Lleven a la cocina el congrio desollado, su piel manchada cede como un guante y al descubierto queda entonces el racimo del mar, el congrio tierno reluce ya desnudo, preparado para nuestro apetito. Ahora recoges ajos, acaricia primero ese marfil precioso, huele su fragancia iracunda, entonces deja el ajo picado caer con la cebolla y el tomate hasta que la cebolla tenga color de oro. Mientras tanto se cuecen con el vapor los regios camarones marinos y cuando ya llegaron a su punto, cuando cuajó el sabor en una salsa formada por el jugo del océano y por el agua clara que desprendió la luz de la cebolla, entonces que entre el congrio y se sumerja en gloria, que en la olla se aceite, se contraiga y se impregne. Ya sólo es necesario dejar en el manjar caer la crema como una rosa espesa, y al fuego lentamente entregar el tesoro hasta que en el caldillo se calienten las esencias de Chile, y a la mesa lleguen recién casados los sabores del mar y de la tierra para que en ese plato tú conozcas el cielo.
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