Mostrando entradas con la etiqueta cultura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cultura. Mostrar todas las entradas

jueves, 26 de mayo de 2016

Kurusú Jegua



            
Foto: Alfred Pajes (PORTAL GUARANÍ)
Cada 3 de mayo se celebra el día de la cruz, en guaraní llamado kurusú ara. En este día se visitan los cementerios, los altarcitos en los caminos se hacen pequeños arreglos y llevan flores, velas y las personas rezan.  Pero una de las prácticas más tradicionales y antiguas vinculadas a la celebración del Kurusú ara es la de la práctica del Kurusú Jegua.
 
En este día los familiares se dedican a construir un nicho con tacuaras cubierto con hojas de palma y luego van colgando chipas hechas en diferentes formas (ya sea las tradicionales argollas o formas más decorativas y sacadas del imaginario religioso).  También se suelen armar rosarios de manduví (maní). La cruz va al centro de este nicho tan curiosamente decorado con nuestro alimento más tradicional y representativo: la chipa. Una vez terminado el altar, la familia entera se reúne a rezar haciendo la adoración de la cruz y posteriormente se procede a comer el decorado junto con cocido quemado.

En algunas comunidades y parroquias la celebración del Kuruús Jeguá viene acompañada del canto de los estacioneros o pasioneros, que acompañan la adoración de la cruz con unas canciones de tono bien lastimero, conocidas como purahéi asy.

Esta tradición, que afortunadamente se mantiene viva, aglomera muchos valores de nuestra cultura: la comunidad, la solidaridad y la devoción. Todo se prepara en conjunto, entre vecinos, familiares, parroquianos, mujeres y hombres, niños y adultos se distribuyen la tarea de ir armando el nicho y preparando la chipa. En el kurusú jeguá la fe y la gastronomía se conjugan para celebrar la resurrección de Cristo, su victoria frente a la muerte. 

Pero tal vez lo más encantador de esta festividad es la manera en la que amalgama la cultura guaraní con la cristiana. Uno no puede dejar de preguntarse qué antiguo rito guaraní estamos perpetuando en versión cristianizada. No es ningún secreto que los primeros misioneros jesuitas se valieron del sincretismo religioso para evangelizar a los guaraníes. En el kurusú jegua se siente el mestizaje en su más pura expresión. Los elementos naturales como las plantas, los árboles del altar y la misma chipa constituyen el aporte guaraní recibiendo en su interior a la cruz cristiana en el abrazo compenetrado del mestizaje.

La celebración del día de la cruz en Europa se remonta a los tiempos de Constantino, el primer emperador romano cristiano. Su madre, Santa Helena de Constantinopla, quien movida por la devoción, peregrinó a Tierra Santa en búsqueda de la Vera Cruz (la verdadera cruz donde fue crucificado Cristo). Según la Leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, cuando la emperatriz —que entonces tenía 80 años— llega a Jerusalén, interroga a los ancianos y sabios judíos hasta dar con el Monte Gólgota donde había sido crucificado Jesús.  En ese lugar el emperador Adriano había hecho construir un templo dedicado a Venus. Santa Elena hizo derribar el templo y excavar hasta que según cuentan encontró 3 cruces: la de Jesús y la de los 2 ladrones. Como era imposible saber cuál de las tres cruces correspondía al INRI, Santa Elena se las ingenió para dar con la correcta. Su método - muy poco ortodoxo- consistió en traer el cuerpo de un difunto, el cual al tocar la cruz verdadera resucitó como el mismo Jesucristo. El día del hallazgo de la vera cruz es el día que se celebra el día de la cruz.

Esta tradición llegó a nuestras tierras de la mano de los primeros jesuitas y franciscanos, quienes introdujeron a los indígenas al culto y a la adoración de la cruz. Se enraizó en la cultura popular paraguaya en la época del Dr. Gaspar Rodríguez de Francia, cuando el dictador cerró todas las iglesias y conventos, motivo por el cual los fieles se vieron obligados a hacer los ritos en sus casas. Por supuesto se le agregaron elementos locales, lo que dio la sazón guaraní al acto, con la autóctona chipa como protagonista.

LA COCINA EN EL DESIERTO




“Bajo el verdor con un poco de pan, vino, el libro de un poeta, y tú cantando a mi lado en el desierto, él desierto sería para mí un paraíso.”
Omar Khayyam

Imagínense la vida de los antiguos nómades, tribus errantes que sobrevivieron a las condiciones más adversas en zonas al límite de las posibilidades humanas, hasta convertirse en los grandes jeques del desierto. Los beduinos, Badwiyyin, o habitantes del desierto, erraban para encontrar forraje para sus dromedarios y camellos y agua para la subsistencia. Para conquistar las arenas de los desiertos necesitaron de iguales dosis de ingenio, fortaleza y sabiduría.

Uno se imaginaría que la cocina de los nómadas del desierto sería una cocina elemental de sobrevivencia. Pero no debemos olvidar que los árabes son grandes poetas, que el silencio del desierto invita a la contemplación y a la búsqueda de lo absoluto y estaban predestinados a considerar la palabra un don divino y conmoverse hasta las lágrimas con la poesía. Y la ecuación es inalterable: quien se deleita con la poesía, se deleita con los sentidos y termina inefablemente ingeniándose, hasta con nada, para impregnar de belleza los placeres cotidianos. Y así nacieron bellas canciones beduinas, largos poemas compartidos alrededor del fogón, hermosos tapetes tejidos con abstracción infinita y también ingeniosas exquisiteces gastronómicas obtenidas de las reses que los acompañaban y sazonadas con las raíces, hierbas aromáticas y bayas de los oasis y las especias que transportaban en sus antiguas rutas comerciales. 

No solo debían ingeniarse con la escasez de alimentos, sino también debían transportarlos por largas travesías y preservarlos en pésimas condiciones durante unos veranos que se manifestaba con un promedio de 55 ºC a la sombra – si se encontraba. Para completar las exigencias, hasta el abastecimiento de las llamas de sus fogones era un desafío, ya que la madera no abunda en el desierto. Su comida era simple y reflejaba sus raíces pastorales, estando basada en la leche, carnes y quesos de cabras, corderos y camellos, dátiles, arroz, harina y samn (manteca). Pero a pesar de la simpleza de sus ingredientes, sus platos eran delicados, aromáticos y preparados con mucho esmero (a veces en fogones bajo tierra, enterrados en ollas de barro). 

Un destino de vagar constante y la siempre presente incertidumbre del devenir sumada a la soledad de su existencia los llevó a desarrollar una generosidad extrema y una celebración a las visitas que ha vuelto legendaria a la hospitalidad de los beduinos. Si bien no son ricos, ya que en el desierto nada sobra, los huéspedes son siempre bienvenidos en sus tiendas ya que creen que los huéspedes son enviados de Dios, por lo que los llaman Dayf Allah. La llegada de un visitante ya es razón suficiente para celebrar con un festín donde no faltará la poesía, la música, los relatos y por supuesto los agasajos gastronómicos. 

Los beduinos desarrollaron reglas de hospitalidad, las cuales variaban, pero por lo general requerían que cualquier persona que llegara al campamento y que no fuera un enemigo jurado, éste debía ser recibido y alimentado por un mínimo de 3 días. El jefe de la tribu demostraba su honor y su riqueza a través de la hospitalidad hacia los forasteros. La comida era servida primero a los invitados y luego compartida por todos los hombres presentes en una olla en común, luego comían en otra tienda, las mujeres y los niños. Se comía con las manos y solo debía usarse la mano derecha.

Al terminar llegaba uno de los ritos más importantes. El del café. El café o kahwa era la principal bebida social. El momento en el que se tomaba era el de intercambio de historias y noticias. Los jeques anfitriones solían preparar el café para sus invitados personalmente, tostando, moliendo e hirviéndolo y sirviéndolo con alegría a sus huéspedes tras sazonarlos con cardamomo, azafrán, agua de rosas o jengibre y ofreciendo dátiles para acompañarlo.

En el rito del café, es costumbre servir 3 veces a los huéspedes. Es considerado educado aceptar estas tres tacitas de café, cada una es suficiente para un sorbo. La primera es la taza del visitante, que honra al recién llegado. La segunda es la taza de la espada, que honra la bravura de los hombres beduinos y la tercera es la taza del ánimo, que simboliza el buen humor. Al terminar las tres tazas el visitante debe agitar su vaso vacío en señal de que ya han bebido suficiente.

Los beduinos también tomaban te. Y este brebaje tenía su propia ceremonia. También se lo servía tres veces, la primera para los anfitriones, la segunda para uno mismo y la última para Allah. Cada vez se los hervía de manera diferente y se le agregaban distintas cantidades de azúcar que correspondían a las tres grandes emociones que se intercambiaban. La primera taza se sirve amarga, como la vida; la segunda, dulce como el amor y la tercera, suave como la muerte.
Como bien lo dijo el poeta italiano Gabriel Ungaretti “El beduino tienen un canto que mezcla los gritos fugitivos de las bestias partidas de múltiples e indeterminados lugares, el silencio de la alta luna, lo vuelos de largas sombras sobre la nube solar, después del crepúsculo ondeante como para siempre su arena: y la cantinela hecha de una sola palabra repetida hasta el infinito, ¿donde, donde, donde?”



LA IMPORTANCIA DE VIAJAR ¿POR QUÉ VIAJAMOS?





All the earth is seamed with roads, and all the sea is furrowed with the tracks of ships, and over all the roads and all the waters a continuous stream of people passes up and down - traveling, as they say, for their pleasure. What is it, I wonder, that they go out to see?
Gertrude Bell
(Gran escritora, viajera, politóloga, arqueóloga del siglo XIX)
 



Toda la tierra está cruzada por caminos y todos los mares están surcados por los rastros de los barcos, y sobre todos los caminos y todas las aguas una corriente continua de personas van pasando de arriba abajo, viajando, como dicen, por su placer. ¿Qué es, me pregunto, aquello que van a buscar?
Gertrude Bell

Siempre fui una amante de los viajes. Ya desde chiquita viajábamos constantemente con mi familia y desde que tuve uso de razón disfruté enormemente de cada viaje que emprendí. Mi madre da fe que también disfruté enormemente de los viajes que hice cuando aún no tenía uso de razón… como la primera vez que vi el mar con tan solo 1 añito y que me paré embobada mirándolo y solo pude expresar mi asombro diciendo: “agua graaaande”.

Si bien siempre me encantó viajar, nunca me pregunté realmente porqué. Por lo que planeo hacerlo en estas páginas. Este será un artículo insólito, ya que habitualmente en cada edición les presento nuevos destinos, recomendaciones para sus viajes y actividades sugeridas. Pero en esta edición no hablaré de un destino en particular, sino de lo que significa para el ser humano la experiencia tan maravillosa que llamamos “viaje”.
El viajar es un fenómeno que el hombre ha llevado a cabo desde la antigüedad. Explorar, conocer, conquistar, escapar, todos han sido motivos válidos para trasladarse de un lugar a otro ya sea por placer, necesidad, ambición, o por simple espíritu de aventura.

Uno de los grandes enigmas que tenemos los seres humanos es el de conocer el motivo de nuestra presencia en esta tierra, para intentar aproximarnos a este misterio, debemos antes que nada conocer y sobre todo sentir al mundo donde vivimos. Pero conocerlo solo es posible viajando, ya que existe una vasta diversidad en cada bifurcación del extenso camino. Tal vez uno de los principales motivos por el cual el hombre ama viajar, conocer y entender al mundo es para explicarse a sí mismo para qué vinimos a él, para encontrar en aquella vasta variedad de territorios, culturas y seres humanos, aquel común denominador, aquella esencia intrínseca a todos que nos hace iguales, que nos une como seres humanos.

Hay claramente una razón existencial que nos lleva a viajar. No en vano, la idea del viaje se ve reflejada en los preceptos de las grandes religiones. La idea de la peregrinación a lugares considerados sagrados y llenos de bendiciones para quienes ahí acuden con el corazón dispuesto está muy presente en el budismo, el judaísmo y en cristianismo. El quinto pilar del Islam es la Hajj o peregrinación a la Meca, según el cual, los seguidores de Mahoma deben visitar su ciudad natal al menos una vez en su vida. El cristianismo también abraza la idea de viajar para esparcir la palabra de Cristo como misioneros de la fe. Para la religión, la peregrinación es vista como una especie de despertar interior, un trasladarse físicamente para movilizarse espiritualmente.

No es necesario alejarse mucho para “viajar”, cada rincón de tu país puede mostrarte, generarte o revelarte algo que no imaginabas y esa sensación es una especie de confirmación de que no estamos solos en el mundo y que nadie es superior al otro, también se genera como una especie de archivo mental donde uno intenta grabar la adquirido como enseñanza a futuras situaciones similares. Por sobre todo uno intenta verse en el otro, reconocernos en él, imaginarse viviendo en el lugar visitado y cuan diferente sería nuestra vida.
Viajar es una sensación exhilarante y adictiva. Viajamos para experimentar lo diferente y para asombrarnos. Descubrir paisajes, el viento, olores, acentos distintos y palabras extrañas crean una sensación de que la vida es divertida para vivirla y disparan ganas de seguir viviendo y experimentando nuevas experiencias. Una típica reacción a una nueva experiencia es el reproche de pensar: “como es que no había visto esto antes”.  Esto funciona como una revelación que nos hace recordar la brevedad de nuestro paso por la tierra y de no querer seguir desperdiciando ni un solo segundo de ella. 

Viajamos, descubrimos, nos asombramos y por último asimilamos. Indiscutidamente cada viaje enriquece. De cada experiencia viajera uno regresa con algo nuevo, nuevas ganas, nuevos recuerdos, nuevos aprendizajes, nueva energía, nuevos intereses…. Siempre se suma algo a nuestro acervo personal. Al compartir con otras personas en otras tierras aprendemos de ellas e incorporamos lo que consideramos valiosos. 

Por sobre todo, la cultura se permea. El intercambio sociocultural ha sido de gran valor para el desarrollo de la humanidad desde el inicio de los tiempos. Los viajeros, peregrinos, aventureros y comerciantes de las antiguas rutas del mundo fueron los primeros promotores inconscientes de este intercambio de saberes, de productos, de experiencias, de relatos.

Conocer y experimentar nuevos lugares y sensaciones amplía nuestra perspectiva del mundo. Nos hace darnos cuenta de que no hay solamente una manera de ver y hacer las cosas, abre nuestros ojos hacia una enorme escala de grises entre lo blanco y lo negro, y nos lleva a la reflexión sobre nuestra manera de vida, nuestra experiencia, nuestras comodidades, nuestro ser. Viajar es una manera de abrirnos al mundo y abrazar sus diferencias.

Por supuesto hay razones menos existenciales y culturales para viajar, pero no por ello menos válidas. Un momento de ocio, un momento de placer, son tan necesarios como un momento de introspección en nuestras vidas. La vida moderna, cada vez más ajetreada y exigente, nos acarrea la necesidad de cada tanto poner el freno de mano y detenernos a respirar, a descansar, a alejarnos de lo cotidiano, de nuestras rutinas y problemas, para renovarnos, refrescarnos, reconectarnos y darnos un tiempo para nosotros mismos. Entregarse con entusiasmo al dolce far niente puede hasta salvarnos de la locura mirando una sencilla puesta de sol sobre el mar, mientras nos preguntamos cuantos atardeceres nos hemos perdido mientras nos ahogábamos en la rutina.

domingo, 13 de marzo de 2016

LOKUM: Delicias Turcas




Para quienes no han tenido la suerte de probar el lokum, la manera más rápida de describir a este tradicional dulce del medio oriente sería como “una gelatina de rosas”. No suena muy  atractivo…  uno perfectamente podría imaginarse un postre gelatinoso, viscoso y con aroma a desodorante de ambiente. Pero la realidad es tan delicadamente sublime, que se ha ganado el nombre de “delicias turcas” traducción que proviene de “Turkish Delight”, el nombre que le fue dado al ser introducido en Inglaterra.

El rahat lokum como es conocido en Turquía proviene del árabe lugma, que significa bocado y se trata de un dulce similar a una caramelo gomoso hecho con almíbar y gelatina saborizado con zumo de frutas o escencias de flores y cubierto con una fina capa de azúcar impalpable para que nos e peguen unos con otros. Estos dulces en varios países: Turquía, Chipre, Armenia, Siria, Líbano, Libia, Túnez, Arabia Saudita, Egipto, Bulgaria, Serbia, Bosnia y Herzegovina, Albania, Rumania y Grecia donde se los conoce como lokumi.

El origen exacto de estas delicias no se sabe con precisión aunque su etimología y expansión dan a presumir un origen arábigo. El nombre proviene del árabe “rahat al-hulqum” que se traduce a algo así como consuelo para la garganta. Pero sin lugar a dudas fue el imperio otomano su principal difusor en todo el territorio. Una leyenda turca cuenta que un sultán del país reunió a todos los expertos en confitería de su reino y les pidió que crearan un dulce único y el resultado de su concurso fue el lokum. 

Otra versión más histórica, es la de la compañía turca de Hacı Bekir, dedicada desde hace siglos a la confección de este dulce. Ellos aseguran que la versión actual de esta delicia fue creada en 1776 durante el reino del sultán Abdul Hamid I, cuando el reputado confitero Hacı Bekir efendi llega a Estambul proveniente de un pueblito de Anatolia para abrir una confitería en el centro de la ciudad, volviéndose famoso rápidamente gracias a la locura de los turcos por los dulces (presento como evidencia al baklavá y al kadaif). Bekir creó una nueva receta de lokum, mejorando la milenaria receta que era una mezcla de miel o melaza con agua y harina, empleando harina de maíz ya zucar de remolacha. Posteriormente Bekir introdujo el uso de glucosa y popularizó sus tres sabores de lokum: rosa, limón y naranja agria. Sus lokum se hicieron populares en todo Estambul, tanto así que el propio sultán lo nombró el confitero oficial del palacio y hasta hoy en día la confitería se mantiene en pie y es manejada exitosamente por los descendientes de Bekir junto con los descendientes de los empleados originales de Bekir. Hoy en día los lokum se sirven habitualmente junto con el té y el café tras el desayuno, el almuerzo y la cena. También se los consume en las celebraciones religiosas, principalmente durante Seker Bayram (festival del azúcar) que marca el fin de Ramadán.

En el siglo XIX un viajero británico lo introdujo en Europa donde se lo conoce como delicias turcas. Cuentan que Picasso, Napoléon y Winston Churchill lo consumían habitualmente, prefiriendo este último el lokum de pistacho. Pero tal vez su más famoso consumidor fue el pequeño Edmund de las Crónicas de Narnia, el infortunado niño a quien la terrible y gélida Bruja Blanca corrompe con una adictiva e irresistible delicia turca encantada. Tras comer una caja entera, se convierte en un canalla pero por suerte regresa a la normalidad antes de terminar el primer libro.

El lokum es un dulce evocador que contiene una deliciosa combinación de perfume, sabor, textura y exotismo oriental ya que cada pedacito brilla como un pedazo de ámbar o cristal rosado. Y su sabor lo hace tan irresistible, que es difícil contentarse con un solo pedazo.

Receta
Ingredientes:
4 tazas de azúcar
1 litro de agua
150gr. de maicena
Una cucharadita de crémor tártaro
Una cucharadita de jugo de limón
Una cucharadita y media de agua de rosas (el ingrediente mágico!)
Una taza de azúcar impalpable
Aceite pare el molde

Instrucciones:
En esta receta, a diferencia de otras, no hay gelatina. La gelatina tiende a producir confites bastantes transparentes y elásticos que tienen poco que ver con las densas y viscosas delicias turcas auténticas. Las mejores muestran un matiz dorado o solo ligeramente rosado, pero nunca ese color rosa sintético que tanto desluce algunos productos comerciales. Por lo tanto, no vas a necesitar ningún colorante alimentario rojo.

1º Untar la base del molde con aceite vegetal o de otro tipo y fórrar con papel de hornear.
2º Mezclar ¼ de litro de agua, el jugo del limón y  azúcar en una cacerola y poner a fuego medio.
3º Revolver continuamente hasta que se haya disuelto del todo el azúcar. Lo sabrás porque el líquido se aclarará.
4º Subir el fuego y llevar la mezcla a hervir. Cuando hierva poner el fuego al mínimo.
5º Cocer a fuego lento, sin remover, hasta que el jarabe alcance la fase de pelota blanda. Sabrás que ha llegado ese momento cuando, al dejar caer una gota con la cuchara en agua fría, se forme una pelota que podrás aplastar entre los dedos. Si tienes un termómetro para el caramelo, verás que esto sucede a 114-118ºC. Retirar la cacerola del fuego.
6º En una cacerola a fuego medio mezclar el crémor tártaro con 120gr. de maicena y el agua restante. Remover hasta que no haya grumos y llevar la mezcla a ebullición. Cuando adquiera la consistencia de la cola, pueden dejar de remover.
7º Echar el jarabe y el jugo de limón y seguir removiendo durante unos 5 minutos. Luego poner el fuego al mínimo y cocer a fuego lento durante una hora, revolviendo con frecuencia. En este momento es cuando comienza a suceder el cambio mágico.
8º En cuanto la mezcla haya adquirido color dorado, añadir el agua de rosas y revolver bien. El perfume te hará pensar de inmediato en minaretes bañados de sol y cálidos vientos cargados de tierra soplando sobre la mezquita de azul. Prueba una pizca y, si no puedes detectar el agua de rosas o los minaretes, ve añadiendo un poco más hasta que te parezca bien.
9º Verter el delicioso mejunje en un molde forrado de papel. Distribuir uniformemente y dejar que se enfríe durante la noche.
10º Mezclar azúcar impalpable con el resto de la maicena y espolvorea un poco la tabla. Luego volcar el molde y cortar la masa en cuadraditos con un cuchillo untado en aceite.
11º Cubre tus delicias turcas con la mezcla de maicena y azúcar que te queda. Puedes colocarlas en un recipiente hermético con papel de hornear entre los pisos. 

2000 años en el Horno


Hay platos de cocción lenta, pero este en especial tuvo una cocción de casi 2000 años. Se trata de una trincha de pan que fue puesta en el año 79 D.C. al horno por un panadero romano, y que fue sacado del horno por un arqueólogo durante unas excavaciones en 1930. Este pan arqueológico, casi como una cápsula de tiempo, reveló mucho a los historiadores sobre los panes típicos de la gastronomía romana.
Este hallazgo se produjo en las excavaciones de Herculano, ciudad que precisamente el 24 de agosto del año 79 D.C. fue destruida súbitamente por la erupción del volcán Vesubio y luego cubierta por cenizas, debajo de las cuales quedó enterrada por siglos hasta que fuera casi olvidada y descubierta hacia el siglo XVIII cuando empiezan las primeras excavaciones arqueológicas.
El flujo piroclástico de aquel fatídico día acabó abruptamente con la vida de la que fuera una de las ciudades más ricas del Imperio Romano. La vida de esta bulliciosa ciudad quedó paralizada en un instante. Las gruesas capas de 20 metros de cenizas de Herculáneo dificultaron mucho las excavaciones y los robos, por lo que cuando se reanudaron las excavaciones arqueológicas en 1980 se encontraron con objetos muy bien preservados.
Justamente fue todo tan súbito que muchos habitantes que no dieron importancia a las señales de alarma y no huyeron a tiempo se vieron interrumpidos en sus actividades cotidianas. Tal fue el caso de un panadero que en el momento de la erupción aún tenía panes en el horno.
En el 2013, el British Museum, que estaba en pleno montaje de la exposición “Pompeye Live”, estudió la muestra y descifró su composición, recreando una receta. Posteriormente pidieron al chef Giorgio Locatelli que recreara la receta recreada por los científicios. El chef no solo recreó la receta, sino también la modalidad de cocción y la forma del pan. Las hogazas de pan típics de esa época eran redondas con base plana y dividida en secciones triangulares como si fuera una pizza.
Curiosamente los panaderos de la época tenían la costumbre de envolver la circunferencia de la hogaza de pan con un hilo grueso que, probablemente al ser todos del mismo largor, garantizaba que los panes tuvieran la misma medida. Este mismo hilo luego facilitaba para sacarlo del horno y acarrearlo ya que podía ser transportados por el borde del hilo.
Otro detalle que tal vez no hubiéramos sabido sin la supervivencia de aquel pan en el horno del panadero, era que los panaderos tenían una especie de sellito con el cual marcaban al pan con las iniciales del panadero. Esta era una especie de estrategia de marketing antiguo que daba al pan la marca que identificaba la panadería de la cual provenía. Indiscutidamente, en la bella Italia, los cocineros siempre se sintieron muy orgullosos de sus platos.
Bueno, les dejo con la receta de este pan ancestral. Para ver la receta original e incluso un tutorial elaborado por el chef Giorgio Locatelli propietario del restaurante londinense Locanda Locatelli, pueden entrar a la página web del British Museum.

Ingredientes:

400 g de biga ácida (masa madre).
12 g levadura.
18 g de gluten.
24 g sal.
532 g de agua.
405 g de harina de espelta o de trigo sarraceno.
405 g  de harina integral.

Receta:

Deshacer la levadura en el agua y agregarlo a la biga ácida (masa madre, un pre fermento de origen italiano). Mezclar y tamizar las harinas junto con el gluten y agregar a la mezcla de agua. Mezclar durante dos minutos, agrega la sal y seguir mezclando durante otros tres minutos. Hacer una forma redonda y dejar reposar durante una hora. Poner un hilo grueso o cuerdita alrededor de la masa para mantener su forma durante la cocción. Hacer unos cortes en la parte superior antes de cocinar, cortes que ayudaran a que suba el pan en el horno. Finalmente cocer durante 30-45 minutos a 200 grados y ya va a estar listo su pan romano, recién salidito del horno como debería haber estado nuestro pan arqueológico hace exactamente 1,936 años.