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martes, 5 de agosto de 2014

Fresas y Chocolate al paladar




Muchos asociamos esta combinación de sabores a uno de esos pequeños placeres de la gastronomía postrera, relegada siempre al final del menú, con mucho de despedida y  también mucho de premio. 
Pero en 1994 esta combinación de gustos tan común, se convirtió en título de una gran película y a la vez en metáfora de diversidad. Con el título “Fresas y Chocoalte”, los directores de cine cubano Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, llevan a la gran pantalla la bella historia contada en la novela “El Lobo, el bosque y el hombre nuevo” de Senel Paz.

Esta película, que habla sobre la amistad entre un hombre homosexual y un joven heterosexual en La Habana durante los años ochenta, trascendió fronteras y se ganó la primera y única nominación al Óscar del cine cubano (hasta la fecha). Quien no la vio en su momento, seguramente la vio después, ya que se convirtió en un clásico instantáneo del gran cine latinoamericano. ¿Quién no podría enamorarse de esta historia tan bien narrada, tan simple y a la vez tan compleja, con diálogos que llevaban con una sutileza increíble de la risa a la reflexión? 

De manera tan sencilla como los gustos de su título, la película nos habla sobre las diferencias, pero principalmente sobre cómo se puede convivir perfectamente con lo diferente, así como conviven de maravillas en un cono dos gustos tan dispares como el chocolate profundo y goloso y la frutilla fresca y ligera. 

Al inicio del film, el protagonista gay Diego, intenta seducir a David, un hombre heterosexual y comunista en Coppelia, la heladería más tradicional y famosa de La Habana. Saboreando una cucharada de helado como si fuera una experiencia enteramente sensual (de lo cual indiscutidamente tiene mucho), Diego exclama: “No puedo resistir la tentación…. Me encanta la fresa! Umm… es lo único bueno que hacen en este país. Ahorita lo exportan, y para nosotros, agua con azúcar!” 

Así se nos presenta Diego, la fresa de la película, este personaje tan entrañable, entre lo pícaro y lo subversivo, leyendo a autores enemigos de la revolución cubana, saboreando whiskies del mercado negro y escuchando con pasión a María Callas mientras exclama “Dios mío, que voz! ¿Por qué esta isla no da una voz así? ¡Con la falta que nos hace otra voz!”

Diego, se había creado su propio refugio en medio de ese mundo de represión, intolerancia y escasez. Cuando recibe por primera vez a Diego en su casa, a la que denomina “La Guarida”, le advierte que es un lugar donde no se recibe a todo el mundo. Claramente es un universo personal, un lugar que ofrece amparo y libertad de leer, de oír, de beber lo prohibido, pero principalmente un lugar que se abre al diálogo que empieza a fluir entre los personajes tan dispares de Diego y David. 

En la guardia, como antes en Coppelia convivieron tan armoniosamente los helados de fresa y chocolate, empiezan a derretirse las dicotomías entre homosexualidad y heterosexualidad, entre nacionalismo y antinacionalismo, entre socialismo y antisocialmismo, entre el poder y la libertad.

El éxito del film llevó a muchas personas a buscar la Guarida de Diego, convencidos de que se trataba de un lugar real en La Habana. De alguna manera siempre lograban encontrar la dirección de la locación de la película (Concordia N° 418) y terminaban en la casa de Enrique y Odeysis Nuñez del Valle, quienes alentados por la legalización por parte del gobierno cubano de los restaurantes privados, que en Cuba son llamados Paladares, decidieron dejar de desilusionar a tantos turistas que llegaban desde tan lejos para buscar un pedacito de La Guarida de Diego, y emprendieron la aventura de transformar su casa en una Paladar inaugurado en 1996 con el nombre de “Paladar La Guarida”. 

En este hermoso restaurante, ubicado en un palacete de inicios del siglo XX tan lleno de magia y en pleno corazón de la ciudad, Enrique y Odeysis lograron mantener  viva la historia de Fresa y Chocolate y también mantener viva la ilusión de quienes buscaban la realidad detrás de la ficción.

Como todo buen restaurante, no subsiste sólo de encanto. Le ayuda la excelente gastronomía, que pone a prueba el dicho popular cubano: “los tres grandes éxitos de la revolución han sido la salud, la educación y el deporte; y sus fracasos el desayuno, el almuerzo y la cena.”

sábado, 12 de marzo de 2011

CARPACCIO: CARNE EN FINAS PINCELADAS


Probablemente al escuchar el nombre “Carpaccio” lo asociarán inmediatamente al plato compuesto por finas láminas de carne cruda condimentada de múltiples maneras. Lo que difícilmente harán es asociarlo al pintor veneciano Vittore Carpaccio, que tuvo el honor, o la desgracia, de ser inmortalizado con este plato. Digo desgracia, porque el pobre Vittore, quien jamás tuvo el gusto de probar el plato que lleva su nombre, es recordado más por esta exquisitez gastronómica que por su pincel.

Si bien Vittore Carpaccio no tuvo más aporte en la creación de este plato que servir de inspiración al cocinero que lo creó, vale la pena hacer justicia a su talentoso pincel recordándolo, aunque solo sea brevemente, en este artículo.

Vittore Carpaccio, al igual que su célebre homónimo nació en Venecia, pero lo hizo casi 500 años antes que el  plato que lleva su apellido. Poco se sabe sobre su vida, pero los estudiosos del arte sostienen que su obra se vio muy influenciada por otro grande veneciano: Gentile Bellini. Sus obras más recordadas son los cuatros ciclos dedicados a santa Úrsula, san Jerónimo, la vida de la Virgen y la vida de san Esteban.  Sus obras se caracterizan por el marcado interés en la realidad circundante, su gusto por la narrativa pictórica y por el gran detalle y colorido de sus lienzos. Su mayor mérito radica en haber introducido a la ciudad en sus cuadros, convirtiéndose en el primer gran pintor de vedute o vistas, un tema pictórico que gozó de gran popularidad en Venecia y que se convirtió en una temática tradicional de la escuela veneciana. Su obra “Milagro de la Cruz” tuvo mucha influencia en pintores posteriores como Canaletto y Guardi.

A pesar de sus grandes aportes a la pintura veneciana, el nombre de Vittore Carpaccio, fue largamente olvidado, quedando su obra relegada siempre a un segundo plano en los anales de la historia del arte frente a aquella de otros maestros venecianos como Canaletto, Tiziano, Giorgione y Bellini. Afortunadamente, en el siglo XIX su nombre vuelve a sonar y sus obras vuelven a gozar de popularidad gracias al influyente crítico británico John Ruskin, quien admiraba la precisión en el estudio de la arquitectura y el tratamiento de la luz en las creaciones de Carpaccio.

Regresemos ahora a la historia de este plato y cómo fue bautizado con el apellido del pintor veneciano de quien venimos hablando. La historia nos lleva ahora a la primera mitad del siglo XX, siempre en la mágica ciudad de los canales, donde Giuseppe Cipriani, había fundado en 1931 el emblemático Harry’s Bar, frecuentado por Hemingway, Truman Capote, Scott Fitzgerald y toda la crema de la crema del jet set internacional en sus escapadas a Venecia.

Como en muchas ocasiones, las grandes innovaciones gastronómicas se originan de aprietos en los que se encontrar los chef de fama. Y este es el caso del plato en cuestión. Cuenta la leyenda, que en 1950, una condesa italiana llamada Amalia Nani Mocenigo visitó el famoso Harry’s Bar de Venecia. A la hora de ordenar su cena, la condesa le comentó al propietario del Bar, Giuseppe Cipriani, que su médico le había diagnosticado una severa anemia por lo que le había recomendado una dieta a base de carne cruda (algo muy tradicional en la cocina del norte de Italia). Le pidió a Cipriani que le preparara algo con carne cruda, y como no había ningún plato así en su sofisticado menú, nuestro gran chef tuvo que hacer lo que muchos cocineros en aprietos hacen: improvisar.

Cipriani entonces, cortó en finas láminas una carne de ternera cruda y las condimentó con una crema a base de mayonesa, leche, limón, salsa Worcester y sal. La improvisación le salió muy bien y sus comensales quedaron deleitados con el plato.

La condesa, agradecida felicitó al chef y le preguntó por el nombre del plato. Cipriani, gran admirador de los pintores venecianos, quien ya había bautizado a un célebre cóctel de su establecimiento con el nombre de Bellini (otro gran pintor veneciano y maestro de Carpaccio), recordó que en Venecia por esos días había una muestra de un pintor cuyas obras se caracterizaban por la profusión de colores rojos, blancos y amarillos. Si, tal como se estarán imaginando, dicho pintor era nada más y nada menos que Vittore Carpaccio. Cipriani, debido a la similitud cromática de su invento con los lienzos de Carpaccio, le contestó a la condesa: “Carpaccio de Ternera”. La condesa se fue contenta y así quedó bautizado aquel nuevo plato con el nombre de Carpaccio, el talentoso pintor del Quattrocento veneciano.

Así nació y fue bautizado este célebre plato de la gastronomía internacional. En el Harry’s Bar de Venecia aún se puede disfrutar del tradicional carpaccio de Cipriani. Sin embargo, como sucede con todo invento gastronómico, la receta original hecha con carne de ternera cruda, fue modificada una infinidad de veces, y el carpaccio se presenta hoy de mil y un maneras, manteniendo como rasgo característico el corte en finas láminas de los ingredientes utilizados, que pueden ser diversas carnes o pescado crudos, mariscos o incluso frutas y vegetales.

Definitivamente para Vittore Carpaccio ser recordado por un famoso plato de la gastronomía internacional, no debe haber sido el legado que hubiera deseado dejar a la posteridad. ¡Pero al menos su nombre es repetido miles de veces cada día por comensales en todo el mundo, ansiosos por deleitarse con aquellas finas láminas que recuerdan sus delicadas pinceladas!

miércoles, 10 de febrero de 2010

LOS BARES DE HEMINGWAY


Ernest Hemingway era grande en todo sentido: su enorme presencia y vigorosa personalidad hacían imposible que pasara desapercibido; sus francos textos lo consagraron como un gran escritor merecedor de los premios Nobel y Pulitzer y su espíritu aventurero y mundano lo convirtieron en un gran hombre de mundo que supo hacer de su propia vida su mejor novela (o historia). Le gustaban las mujeres, los animales feroces, las aventuras, los viajes y como buen escritor: amaba el trago.

Este hombrón enamorado del mundo y de la vida, había tomado la costumbre durante sus recorridos por el globo, de pasar sus horas muertas en bares a los que asistía regularmente y que le servían para conocer mejor a los locales y buscar inspiración para sus ya clásicos libros, como “Adiós a las armas”, “Por quién doblan las campanas” y “El viejo y el mar”. Supo dejar profundas huellas en su paso por distintos rincones en Estados Unidos, Francia, España, Italia y Cuba, sitios que formaron parte de su vida de trotamundos. Muchos de estos lugares aún existen, y principalmente los bares, han sabido sacar provecho de uno de sus clientes más célebres y queridos.

Nuestro recorrido inicia en Paris, ciudad magníficamente retratada en su libro de memorias “París era una fiesta”, que nos presenta al París de Hemingway, aquella ciudad luz de los años 20 que testimoniaba las pasiones y tribulaciones de la Generación Perdida. En 1950 Hemingway dijo a un amigo: “Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas a donde vayas por el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue”. En París, disfrutó de largas charlas con Scott Fitzgerald, Ezra Pound, Gertrude Stein y decidió dejar su carrera de periodista para dejarse envolver por el estilo de vida de la bohemia parisina y perseguir su sueño de escritor.

Durante los años 20, Hemingway frecuentaba el Harry’s New York Bar, un bar cercano a la Ópera de Paris. Este bar es famoso en el mundo entero pues aquí nació el cóctel Bloody Mary. Otro de sus bares parisinos era Le Trou dans la Mur, ubicado enfrente al Café de la Paix. Para comer solía ir al restaurante Closerie des Lilas cerca del Point Royale de Auteuil, lugar que frecuentaba con James Joyce.

Después de la segunda guerra mundial y ya consagrado como escritor, Hemingway regresaba a menudo a su querida París, en estadías que se extendían por semanas y a veces por meses. Su hotel favorito era el Ritz, donde se alojaba en una habitación con vista a la Place Vendome. Durante sus estadías en el Ritz recibía a sus amigos en Le Petit Bar del hotel, que hoy en día lleva su nombre: Bar Hemingway. Cuentan que al liberarse París de los nazis, Hemingway lo celebro aquí bebiendo 51 martinis secos. Este bar sirve el coctel más caro del mundo, el Ritz Sidecar, hecho con el Coñac de de las últimas botellas de la colección de 1865 compradas por el Ritz para su inauguración y que cuesta 400 Euros.

En el verano de 1923 Hemingway viajo por España, este viaje dejó hondas huellas en el escritor, inspirándole para varias novelas como “Fiesta”, en la cual sus personajes se dirigen a Pamplona y presencian los Sanfermines, fiesta popular de Navarra en la cual se corre delante de los toros; “Por quién doblan las campanas”, ambientada en la Guerra Civil española; “Muerte en la tarde”, dedicada al mundo de las corridas de toros y “La quinta columna”, también ambientada en la Guerra Civil. Hoy en su honor, frente a la Plaza de Toros de Pamplona se puede leer la inscripción: “A Ernest Hemingway, Premio Nobel de la Literatura, amigo de este pueblo y admirador de sus fiestas, que supo descubrir y propagar. La Ciudad de Pamplona, San Fermín, 1968.” Hemingway presenció los San Fermines en 8 ocasiones más, la última vez fue en 1959, dos años antes de su muerte.

Al gran escritor norteamericano le encantaba comer y beber y esto no falta jamás entre el 6 y el 14 de Julio en Pamplona. Allí frecuentaba el Gran Hotel La Perla, el bar Txoko, el café Iruña y el Hotel Yoldi, que aun existen, así como otros sitios ya desaparecidos como el Hotel Quintana, el Café Suizo y Casa Marceliano donde deleitaba su paladar con los platos tradicionales de la cocina regional.

En el Hotel La Perla, se alojaba siempre en la habitación 217, que se mantiene intacta como homenaje al más célebre de sus visitantes. Con este hotel taurino por excelencia el escritor tenía una vinculación muy fuerte no solo porque tenía una muy buena cocina, sino también porque su propietaria, Ignacia Erro, era una de las pocas personas de la pequeña ciudad que sabía hablar inglés, lo que lo llevó a entablar una amistad con ella. También adoraba los otros hoteles taurinos: el Hotel Quintana y el Yoldi, donde conoció a numerosos toreros y pudo presenciar el ritual de la puesta de los trajes de luces.

Aparte de los hoteles, Hemingway pasó muchas horas en los bares pamploneses. Su preferido, el Café Iruña. Hoy allí se lo recuerda con “El rincón de Hemingway”, donde hay una estatua de tamaño real del escritor sonriente acodado en la barra, así como numerosas fotos en las que aparece el autor.

Hemingway, se pasó casi toda la guerra española en los bares de los hoteles de Madrid, el Florida, el Gaylors o el Palace, y en Chicote, donde enseñó a los barman a hacer los deliciosos “mojitos” cubanos, que bebía continuamente. Hemingway llegó a sentirse tan perfectamente integrado como combatiente republicano durante la Guerra Civil, como participante en la Fiesta Nacional siguiendo a sus amigos toreros o tomando parte activa en los célebres Sanfermines de la recuperada España de la posguerra.

Otra de las ciudades que visitó nuestro escritor fue la mágica ciudad de Venecia. Aquí llegó al terminar la Segunda Guerra Mundial y como era su costumbre, se hizo cliente asiduo de un bar. Se trataba del célebre Harry’s Bar del Hotel Cipriani. El escritor tenía su propia mesa en un rincón de este bar, al cual dedicó una página entera de su novela “A través del río y entre los árboles”, donde se sentaba con sus amigos a beber el célebre coctel de la casa, el Bellini.

Nuestro viaje continúa en la soleada Florida, siguiéndole los pasos a nuestro gran novelista. Hemingway llego a Key West con su segunda esposa Pauline en 1928 siguiendo la recomendación del novelista John Dos Passos, estableciéndose aquí por 12 años. Esta ciudad tranquila y bañada de sol le proveía el ambiente ideal para disfrutar de dos de sus pasiones, la pesca y la escritura. Todos los días acostumbraba escribir sobre su viejo escritorio de madera hasta las 3:30 de la tarde, hora en la cual se reunía con su grupo de amigos en el bar Sloppy Joe’s. Sus compañeros de tragos y jornadas de pesca y hasta el mismo bar fueron inmortalizados en sus novelas “Tener y No Tener”, “Las Verdes Colinas de África” y “Después de la Tormenta”.

Hoy en día dos bares se disputan el honor de ser el Sloppy Joe’s de Hemingway, uno que lleva ese mismo nombre y funciona además como museo tributo a Hemingway y otro llamado Captain Tony´s Saloon que muchos aseguran es el verdadero Sloppy Joe’s. De hecho, en Key West, casi todos los bares tienen carteles que dicen “Aquí estuvo Hemingway” y hasta uno de que afirma: “Aquí, nunca estuvo Hemingway”.

En Sloppy Joe’s Hemingway tomaba siempre whisky con soda, prefiriendo un escocés barato llamado Teacher’s, pero ocasionalmente Skinner, el negro y redondo barman de Sloppy Joe’s le preparaba Papa Dobles, un trago creado para el novelista, apodado por sus amigos como “Papá Hemingway”, y que se preparaba licuando 2 medidas y media de Bacardi blanco, el jugo de dos limas y medio pomelo con 6 gotas de maraschino.

Partimos ahora hasta La Habana, Cuba, donde Hemingway vivió por casi 20 años. Aquí escribió una de sus novelas más célebres “El viejo y el mar”, publicada en 1952, que según cuentan es el libro de cabecera de Fidel Castro. Durante su estadía cubana, frecuentaba dos bares: La Bodeguita del Medio y la Floridita. En el primero se deleitaba con los mojitos, tragos preparados con ron blanco, hojas de menta y azúcar; y en el segundo escribía sus futuros libros mientras tomaba Daiquiris dobles sin azúcar, un trago hecho con ron blanco, jugo de limón y por lo general una cucharada de azúcar, que nuestro autor omitía. Gracias a su célebre cliente, este mágico rincón de La Habana vieja se convirtió en el centro de tertulias de artistas y uno de los siete bares más famosos del mundo.

A pesar de ser actualmente una meca para los turistas, la Floridita mantiene su encanto original y continúa siendo uno de esos sitios tocados por la magia que encanta a sus visitantes haciéndolos sentir personajes más que una personas. Hemingway retrató este bar en uno de sus textos, relatando como mientras el personaje bebía un daiquiri, mira hacia la puerta y en ese preciso instante ésta se abre permitiéndole ver en la calle la pierna de la mujer que esperaba mientras se baja del auto. Hemingway describe como cuando su pierna hace contacto con el piso, el pavimento se estremece. Probablemente se trataba de la pierna de Ava Gardner, una de las mujeres más bellas de su tiempo quien por entonces mantenía un romance con Hemingway. En otro de sus libros dijo, allí "la bebida no podía ser mejor, ni siquiera parecida, en ninguna parte del mundo".

En Cuba Hemingway también frecuentaba el restaurante "La terraza", en el poblado de pescadores de Cojímar, donde desde una mesa podía mirar a "El Pilar", su famoso barco. También solía pasar mucho tiempo en una pequeña habitación del hotel “Ambos Mundos” que era uno de sus lugares favoritos para escribir, así como en su finca “Vigía”, en las afueras de La Habana, que fue convertida en museo. Hemingway llegó a verse a sí mismo como un cubano más, amaba La Habana así como amaba el mar Caribe y cuando ganó el Premio Nobel en 1954, donó la medalla a la iglesia de la Caridad del Cobre, patrona de los cubanos.

Tras este largo recorrido por tantas ciudades y tantos bares, solo nos resta brindar con unos daiquiris a la memoria de este gran escritor: ¡Por tus historias y tus bares Papá Hemingway!